Molina de los Caballeros

 


Da igual por dónde el viajero se acerque a Molina de Aragón, que una vez fue Molina de los Caballeros. Desde el sur, atravesando las fragosidades del Alto Tajo. Desde el oeste, descendiendo sierras y cordeles. Desde el norte y el este, a través del páramo. Es inolvidable llegar a Molina atravesando la paramera feroz, achicharrada por el sol en verano y batida por la cellisca inclemente en invierno, con apenas unos días de primavera fugaz que la cubre de un dosel de florecillas. La Paramera de Molina, polvo, nieve y viento, salpicada aquí y allá por pueblos diminutos de casitas apretadas y calles angostas en la enormidad de la tierra abierta, bajo la sombra de un antiguo caserón blasonado o un destartalado castillo, que fue de uno de aquellos caballeros guisados que los Lara asentaron por estos lugares. Inmensidad desabrigada, apenas salpicada por algún bosquecillo aislado, un álamo de ribera o un alcor desnudo donde todavía se adivinan los restos de fortificaciones ancestrales y guerras olvidadas. La sensación en el alma al atravesar las tierras del Señorío hace rememorar como en ningún lugar los preciosos versos que George Santanaya dedicó a Ávila, en tiempos también llamada de los Caballeros:

Again my feet are on the fragrant moor
Amid the purple uplands of Castile,
Realm proudly desolate and nobly poor,
Scorched by the sky's inexorable zeal.

Dicen que es el hombre el que condiciona el medio, aunque tal afirmación es entelequia y soberbia hueca del bípedo implume, pues es justamente lo contrario. A lo largo de nuestras sierras ibéricas tenemos todo un muestrario de ejemplos de cómo el entorno define la presencia humana y la  existencia cotidiana. De ellas, pocos lugares dan fe de ello como Molina de Aragón. Las gentes de Molina siempre han sido de carácter recio, de sentido común aplastante, de fuerte opinión y proclives a hacer la guerra por su cuenta. Tierra dura y frontera eterna, a ver qué remedio. De antiguo les viene: según alguna erudita opinión (discutida, como siempre), en el norte de las tierras molinesas, hacia Calatayud, habría que ubicar el Saltus Manlianus, terrible paraje donde los celtíberos dieron emboscada a aquel viejo canalla de Fulvio Flaco quien (según los que escriben la Historia) alcanzó al final una victoria que suena a gato grande saliendo por gatera pequeña. La propia Molina se levanta sobre un oppidum de la Edad del Hierro, de nombre desconocido, y toda su tierra muestra una concentración de enclaves celtíberos que evidencia lo densamente poblados que llegaron a estar estos pagos molineses, al menos en comparación con el desastre demográfico actual. Algo al norte de Molina, en la Cabeza del Cid, quedan las defensas derrumbadas de un gran campamento romano, muestra de los que le costó a los pretores y cónsules de la República meter en vereda a tanta bestia parda.

Los romanos -que eran gente pragmática y civilizada- hicieron mutis por el foro en cuando tuvieron el honor de catar el encantador clima comarcal. Ninguna vía principal vertebra la Tierra de Molina y apenas se conocen un puñado de villas, y no de las mejores. La presencia romana se ciñe a los enclaves mineros, que son poca cosa quitando los afloramientos masivos de hierro de la parte oriental del Señorío (Setiles y Tordesilos, inmediatos a Ojos Negros, ya en Aragón) donde la minería a gran escala se ha prolongado hasta muy avanzado el siglo XX. Casi todos los asentamientos que siguen activos en Molina durante la Romanidad son los viejos castra celtíberos recauchutados con un barniz de romanización. Porque nadie dijo que los celtíberos se fueran de Molina. De hecho ahí siguen, al menos los que no se han marchado de los años 60 a esta parte siguiendo el espejismo del paraíso urbano.

Pero si Molina evoca una época por cada rincón de su caserío, son los siglos medievales. A caballo entre la historia y la épica, de Molina fue régulo taifa el ínclito Abengalbón, mio amigo de paz de Rui Diaz Campidoctor, el que según el Cantar escoltó a Doña Jimena y a la prole cidiana hasta Valencia con séquito de cien esforzados caballeros agarenos, al estilo Princesa Disney. No es muy difícil imaginarse (aunque la exactitud histórica sea otra cosa) las francachelas del astuto Ibn Galbun con el más celebre capitán de frontera, en la alta torre del alcázar de Molina, recreadas una y otra vez por la imaginación popular.

Cuarenta años más perduraría la Molina islámica, con sus recios muros, sus dos mezquitas y sus molinos sobre el río Gallo. Trabajo le llevó tomarla, entre octubre de 1127 y mayo de 1128, al diablo de hombre que fue Alfonso el Batallador, terror por igual de feroces sarracenos y de imberbes donceles, que a continuación repobló la villa de maños sin vaciarla de moros, que en la variedad está el gusto. Molina tuvo de siempre una potente morería, en un principio fuera de los muros y luego (ya en el siglo XIII) dentro de ellos, que los mudéjares de Molina demostraron ser gente fiable. Inclusa formalmente en Castilla, aunque con una virtual independencia que se prolongaría hasta el reinado de Fernando III, la Tierra de Molina aprovechó su estratégica posición para balancearse en el delicado equilibrio de todas las comarcas de frontera, basculando alternativamente hacia Castilla y Aragón, y mirando de reojo de tanto en tanto al vecino Albarracín, que se mantenía independiente de ambos reinos y haciendo lo que le daba la más absoluta gana, cosa que a los molineses le parecía el summum de la teoría política.

Pero si Albarracín fue de los Azagra, Molina fue de los Lara, el más preclaro linaje de la Castilla de entonces, que se hicieron con ella hacia 1140, le concedieron fuero (confirmado en 1154) y le estructuraron el alfoz, repoblando aldeas y lugares yermos, haciendo quiñones a labriegos armados y jinetes pardos que pronto empezaron el auge social hacia la infanzonía, y fue Molina de los Caballeros. La Molina medieval es una creación del linaje de los Lara, dando forma administrativa y económica a un territorio, el Señorío de Molina, cuyos ecos han llegado hasta nuestros días. 

Todavía hoy no cuesta mucho imaginarse pasar por la calle de Abajo, sobre airoso corcel, al esforzado Don Manrique, Dei Gratia comes, cabalgando al lado de la hombruna Doña Ermengarda, montada a la amazona, pues Molina era de ambos (en régimen de separación de bienes). Su hijo Pedro Manrique fue el que defendió Huete de los almohades en 1172 (hasta que las santas Justa y Rufina apedrearon a los africanos), después asistió a la conquista de Cuenca con sus feroces jinetes molineses, y luego se enfrentó en singular combate con el moro Zafra, lid que trascendió la época y entró en la leyenda… Molina de la ahorrativa Doña Mafalda, que sacaba brillo a cada metical, y del irascible Gonzalo Pérez, ya no conde, que se refugió en el castillo de Zafra que luego fue la Torre de la Alegría... Molina de la bella y triste Blanca Alonso, enérgica y valiente, la última Señora independiente, responsable del mejor gobierno que ha tenido la villa en toda su historia, constructora, fundadora, repobladora, hábil en la intriga política y en lances guerreros al frente de su mesnada molinesa, a la que reglamentó con sus Cabildos de Caballeros y Ballesteros y a los que llevó a la victoria en la Batalla de las Matanzas contra los aragoneses invasores, invadiendo ella misma Aragón...  Molina que se erizaba de muros, puertas y adarves, bajo las torres gigantescas de uno de los mayores castillos de Europa… Molina que se embellecía bajo las espadañas de preciosas iglesias románicas... Y bajo gonfalones al viento, las gentes de Molina iban cuajando, sociedad de frontera efervescente y violenta: hidalgos, comerciantes, artesanos, frailes, campesinos… moros, cristianos y judíos. Pues si la morería de Molina era importante, la judería no lo fue menos, con una sinagoga de singular hermosura por la que rondaba el tal Samuel Abolafia, que se carteaba con monarcas y tenía en pleitos a media villa.

Luego llegaría la figura enorme de María de Molina, reina y regente, en la convulsa Castilla del Trescientos, tras la cual el Señorío de Molina pasó a la Corona. Bueno, no del todo, que Enrique II intentó entregárselo en 1366 a su famoso condotiero Bertrand du Guesclin, que no ponía ni quitaba reyes pero llenaba la bolsa a golpe de destral. Suerte que los molineses (que habían apoyado hasta el fin a Pedro I) no pasaron por el trago y haciendo gala de su peculiar idiosincrasia (¿Hemos hablado ya de ella?), ellos solitos y sin ayuda de nadie se pasaron al reino de Aragón, encomendándose a la tutela de Pedro El Ceremonioso, monarca que era muchas cosas pero que de tonto no tenía un pelo. Desde mayo de 1369 hasta mayo de 1375 Molina fue Aragón, y cuando por fin las turbulencias escamparon y volvió a ser de Castilla (por diplomacia vestida de apaño matrimonial) como Molina de Aragón quedó.

Un siglo después, tras más reyertas de frontera y guerras dinásticas que ya nadie recuerda, la reina Isabel hizo merced en 1475 de que el Señorío de Molina siempre fuese propiedad de la Corona de Castilla y nunca pudiese ser enajenado. Tal privilegio, que en otros lugares fue papel mojado, en Molina se cumplió, y hasta hoy ha llegado el Real Señorío de Molina. Unidos los reinos, a la seguridad que trajo la desaparición de la frontera se unió una lenta pero imparable esclerosis social y económica en la que de vez en cuando brillaban destellos de prosperidad y hasta de gloria. La villa se fue erizando de palacios de los caballeros de villa, y también de los caballeros de tierra que abandonaban las aldeas y confluían en la cabeza urbana. Pero esos hidalgos tan preciados de sus golas de encaje y de los blasones de sus fachadas ya rara vez acudían a los fonsados y las llamadas de guerra, olvidando que sus abuelos dormían sin más techo que las estrellas y no ansiaban sino el estruendo de una carga de caballería bajo la oriflama de las ruedas de molino, bien conocida en todos los campos de batalla. 

También levantaban sus casonas otros personajes, nuevos nobles, ganaderos enriquecidos en el auge de la Mesta, y que bajaban sus merinas a los extremos de Andújar o Alcudia por la Cañada Real de Molina. Molina ganadera, antes que agrícola. La villa, en el tránsito a la Edad Moderna, empezó a poblarse de nuevas iglesias y ermitas, dependientes de la lejana sede de Cuenca, a la vez que las populosas aljamas se desvanecían barridas por la intolerancia religiosa, causando un perjuicio económico tan importante como difícil de cuantificar. Alguna de estas fundaciones eclesiásticas, como el Monasterio de San Francisco, ya venían de antiguo (1284) y eran un recuerdo del viejo y benigno gobierno de los Laras, cuya antigua ordenación económica foral hacía aguas y era reemplazada por todo un cúmulo de malos usos y una presión fiscal cada vez más insostenible (en la dinámica general del país), que condenaba al atraso secular a una comarca con unos condicionantes geográficos más que evidentes. Las viejas torres del castillo, que oteaban la paramera infinita, ya no tenían más guarnición que búhos y lechuzas.

Por cierto que lo que ocurrió con este Monasterio de San Francisco en 1525 fue ejemplo de estos nuevos tiempos, amén de chusco episodio y epítome de la personalidad molinesa. Tras la reforma de la Orden Franciscana llevada a cabo por el Cardenal Cisneros, los frailes de Molina se negaron a plegarse a ella argumentando derechos históricos del tiempo de las señoras de los Lara y asegurando que “nadie los habría de sacar de allí en tanto vivieran”. Agotados los intentos de conciliación con tan levantisco cenobio, el César Carlos (Señor de Molina) ordenó desalojarlos de allí a la fuerza. Pocas veces ha habido un asalto a fortaleza tan enconado y encarnizado como el que hubo que librar para expulsar de su convento a tan arriscados franciscanos. Hasta los frailes, mansos del Señor. Dios mío…

Los momentos más trágicos de la historia de Molina llegarían con el inicio de la Edad Contemporánea, que comenzó con la resistencia feroz a la ocupación napoleónica. Las noticias de que la villa estaba completamente sublevada ¡cómo no! y que la Junta local brindaba apoyo a todas las guerrillas de las sierras ibéricas, del Valle del Ebro y hasta de la lejana Vizcaya, la hicieron objetivo de la brutal represalia francesa. Comandadas por el general François Roguet (que no Roquet), tres columnas de infantería y caballería confluyeron sobre Molina desde diferentes direcciones, buscando copar en ella a las tropas irregulares españolas. A su paso solo encontraron pueblos abandonados y la visceral inquina de las pocas gentes con las que se topaban, que les hurtaban los suministros y les envenenaban los pozos. Al ocupar Molina, el 1 de noviembre de 1810, hallaron la población vacía. Según cuenta Roguet en sus memorias: “Encontramos en Molina unos talleres, que yo hice destruir, muchas armas inacabadas y una cantidad considerable de bayonetas… las casas estaban desiertas, todos los muebles retirados. Órdenes, proclamas y panfletos contra el Emperador y su familia, nada se había olvidado para excitarlos contra nosotros”. Antes de abandonar Molina, los franceses sometieron a saqueo a la población y a continuación le prendieron fuego por los cuatro costados, en la terrible jornada del 2 de noviembre. Los habitantes, que retornaron apenas se retiraron los franceses, nada pudieron hacer por atajar el incendio en el que se consumieron las tres cuartas partes de los edificios de Molina, viviendas, talleres, iglesias y conventos (incluido el de San Francisco). Más de 600 inmuebles se carbonizaron en una tormenta ígnea que seguía ardiendo dieciséis días después y lanzaba una columna de humo visible a veinte leguas de distancia. Los molineses, abocados a la miseria y a la intemperie en el inicio del invierno, no acertaban más que a decir que “estaban más contentos con verla arder, que entregada a los franceses”. El caso es que a los franceses al final hubo que aguantarlos, con una guarnición gabacha ocupando la Torre de Aragón a partir de 1812, pero si las miradas de odio matasen…

Por su sacrificio en la Guerra de la Independencia, Molina recibió sus oropeles de Muy Noble y Muy Leal Ciudad, aunque mejor le hubiesen venido unas cuantiosas inyecciones de capital para levantar su destrozada economía, que no recuperó los niveles previos al conflicto hasta más de medio siglo después. Tampoco ayudaron mucho las Guerras Carlistas, que vieron el castillo de Molina ocupado de nuevo por nutrida tropa facciosa y los abusos y exacciones de costumbre.

En 1845 las gentes de Molina recibieron con horror como la autoridad militar competente solicitaba la demolición del castillo, principal monumento de la ciudad y exponente en piedra de las glorias del pasado. El argumento, utilizado en el derribo de tantas magníficas fortalezas por todo el territorio nacional, era que no sirviesen como puntos fuertes en el caso de una nueva sublevación carlista. El peligro, momentáneamente conjurado, volvió con mayor fuerza en 1856, presupuestándose el derribo de la fortaleza en 154.000 reales. Puesto que tal cantidad no estaba ni remotamente disponible, el asunto languideció cuatro años. En 1860 el desastre de repente se materializó: el castillo iba a ser blanco de los nuevos cañones de ánima rayada, a fin de que los ingenieros de artillería pudiesen aquilatar la eficacia de la nueva arma. Dos pájaros de un tiro. Molina bullía de indignación. Una inflamada carta del Ayuntamiento a la reina Isabel II (Señora de Molina) consiguió en parte evitar el desatino, pero aunque el núcleo de la fortaleza se respetaba, parte del muro oeste de la albacara habría de servir de blanco para los proyectiles. Entre el 18 y el 22 de diciembre de 1860, una parte del muro del recinto exterior fue desecha a cañonazos hasta que la presión de los molineses (que ya hacía temer un estallido popular) obligó a los artilleros a cesar el bombardeo y a realizar una galana retirada estratégica. Quince años después, los carlistas de Vallés entrarían a Molina por las brechas del muro abiertas por el cañoneo. Maravillas de la Administración Española, hoy no corregida pero sí aumentada.     

Molina es hoy una tranquila población, ciudad por propios méritos que no por extensión del vecindario, que suma sus tres mil y pico habitantes, los mismos que más o menos ha tenido desde siempre, aunque la diferencia es que antaño la comarca estaba viva, y ahora la población está en mitad de un desierto demográfico que de poco sirve como hinterland económico, pues como en todas las sierras de la antigua Celtiberia la migración ha sido por etapas, y la cabeza ha sobrevivido sacrificando los miembros. Hoy el Señorío de Molina cuenta con 7.900 habitantes en 77 núcleos de población. A principios de siglo tenía 41.000 personas. 

Estas villas de la vieja Castilla suelen ser celosas de sus costumbres y tradiciones, y Molina no es una excepción. La población cuenta con un calendario festivo curioso y abundante, que alcanza su cénit en la jornada del 15 de julio, Virgen del Carmen molinesa, devoción e historia viva en rojo y blanco, celebración que si la ocasión se tercia el viajero no debe perderse. 

También gracias a los desvelos de sus vecinos, y pese a las susodichas tragedias, hoy en día conserva un patrimonio histórico muy importante, el segundo en cantidad y calidad de la provincia de Guadalajara después de Sigüenza, y no muy por detrás. Visitar Molina requiere al menos de un día completo, y tal vez se quede corto. La población ha hecho un notable esfuerzo, tiene operativa su oficina de turismo, organiza visitas guiadas y mantiene visitables un buen número de monumentos, comenzando por el castillo y la Torre de Aragón, el gran donjon y ápice del sistema defensivo, una de las mayores torres albarranas levantadas en tierras hispanas, y del siglo XII por añadidura. Subir una por una a las torres supervivientes del castillo es un placer que muy pocas fortalezas pueden proporcionar al visitante. Los muros y torres que descienden desde la fortaleza y abrazan los barrios históricos, el Cinto, apabullan por sus dimensiones. 

El trazado urbano muestra una conservación irregular, con algunas calles magníficas y un buen número de rincones evocadores con un sabor popular indudable, a la vez que zonas degradadas donde las construcciones modernas, con su ridícula pretensión de integrarse con la obra antigua, han hecho su aparición. Sigue siendo posible, y hasta fácil, tirar una casa vieja en Molina. A las pruebas me remito. En una población que ya ha perdido mucha vivienda tradicional, y parafraseando a Antonio Herrero Molina, no debería tocarse astilla de madera ni mota de polvo en fachada. Con independencia de los laberintos administrativos, es un problema de mentalidad colectiva. Se ha restaurado bien y cada vez más, no se puede olvidar, aunque también se aprecian obras y reformas que no debieran en su día haberse permitido, y otras que no deberían haberse permitido hoy en día. También (aunque mucho menos que en otros lugares) campa por sus fueros alguna modernez de diseño, que en todas partes cuecen habas y los tontos son legión, hablando en román paladino. Por supuesto sin olvidar, rey y señor del catálogo de desatinos, el inefable bloque de pisos. Y luego está el ornato urbano de todo conjunto histórico, que un servidor (cada vez más tiquismiquis según se hace viejo) puntúa en base a una pintoresca escala propia de tres exclusivos elementos: cables y antenas por las fachadas, contenedores de basura plantados donde no se debe y vehículos aparcados donde no se debiera. En los tres Molina suspende, para qué nos vamos a engañar. Es una tarea ímproba tirar una foto en Molina sin sacar un par de mazos de cables, un coche arrumbado contra una portada o un contenedor en una recoleta callejuela, o todos a la vez. Por lo menos en lo que a antenas se refiere ya no está la grande, aunque sigue en pie el cuchitril que la cobijaba.  

En segundo plano de tanto atrezo contemporáneo, la arquitectura palaciega molinesa sorprende por su número y calidad en una localidad relativamente tan pequeña, pero aunque alguno de los caserones luce restaurado, otros han visto días mejores, y alguno acaba de engordar alguna lista roja. La arquitectura religiosa superviviente suma un sólido catálogo de épocas y estilos, por encima de la media de otras poblaciones similares, con preciosidades como la iglesia románica de Santa Clara, y un estado de conservación más regular. El Monasterio de San Francisco alberga un museo comarcal inesperadamente consistente y extenso, con algunas secciones magníficas (como la Sala de Arqueología) y piezas notables. A su lado cómo no citar la estampa típica y tópica del Puente Viejo sobre el río Gallo...  

Resumiendo, en Molina estamos ante otro flamante ejemplo de Maldición del Patrimonio: de nuevo la historia pesa demasiado, los recursos propios son exiguos, los centros de poder taifal están lejos, la lábil demografía aboca a la irrelevancia y los gobernantes locales que se van sucediendo devienen en yonquis de la subvención pública en detrimento de otras fuentes de financiación más versátiles pero más difíciles de gestionar, amén de que no siempre tienen claro que, en estos pequeños núcleos monumentales, la mejor opción de progresar es conservar. Tampoco las reciprocidades que le aporta su conjunto monumental sirven para amortizarlo con facilidad. Sobre todo porque, desgraciadamente, Molina no tiene todavía los flujos de turismo de otros conjuntos históricos similares, y no por no merecerlos. Tener mucho turismo tiene efectos perversos, pero mucho menores que tener poco.

Pero les voy a contar un secreto, que he podido observar en mis visitas molinesas. Lo mejor que tiene Molina, ojo, y por lo que merece la pena ir a verla largo y tendido. Verán vuesas mercedes… dicen que Molina es fría. Fría. Válgame el Cielo. Para argumentar tamaño disparate esgrimen estadísticas climatológicas llenas de numeritos azules, y hasta le endiñan apodos propios de latitudes más septentrionales. Un servidor, por el contrario, humildemente les asegura que Molina de Aragón es cálida, muy cálida. Y cuando traten a las gentes de Molina (esas a cuyo carácter llevo aludiendo todas estas líneas) me van a dar la razón. Ya tardan en cruzar los abismos del Alto Tajo, o el inclemente páramo.    


Puerta de Hogalobos, recientemente restaurada, en la unión entre el recinto exterior del Castillo y el Cinto, las murallas de Molina. 



Recinto interior del castillo de Molina desde la Torre de Aragón.



Ermita de la Virgen de la Soledad, fundada en 1572. De aquí arranca la procesión de Viernes Santo de la Semana Santa molinesa. Desde hace muchos años, siempre que caigo por Molina dejo el coche por aquí y empiezo la caminata calle Larga adelante. Puñeteras costumbres, qué le vamos a hacer.  



Posada de los Comuneros. Molina de Aragón era Comunidad de Villa y Tierra al uso de Castilla. Esta magnífica casona, básicamente del siglo XVIII, era el lugar de residencia de los diputados del Común de la Tierra en sus asuntos y estancias en la Villa. 



Portales en arenisca rodena junto a la Posada de los Comuneros. La caliza y el rodeno se alternan en la arquitectura tradicional molinesa de la manera más natural. 

 

Posada de los Comuneros, adosada a la muralla en las inmediaciones de la antigua Puerta de Baños.

 

Posada de los Comuneros. Fachada lateral. El edificio es un estupendo ejemplo de arquitectura tradicional de Molina de Aragón, que no es sino la de todo el Sistema Ibérico. En este caso aplicada a un edificio de buen tamaño y cierta nobleza, pero ajena a modelos artísticos que encontraremos en otros palacios de la localidad. 



Torreón de la muralla.

 

Torre de Baños y vestigios de la antigua puerta, del siglo XIII. 



Casa en la calle Anselmo Arenas.



Rincón en la calle de los Judíos. Molina de Aragón tuvo una potente aljama. Esta es la zona de la Judería Vieja, que luego se amplió hacía el norte (Judería Nueva) en el actual paraje del Prao de los Judíos. 



Puerta de la Posada de los Comuneros. 



La casona molinesa, con o sin blasón, sólida a la par que austera.

 

  



  



  



Parroquia de San Felipe, capilla de la antigua congregación de San Felipe Neri, levantada entre 1680 y 1703, con importantes reformas posteriores.



San Felipe. Relieve de la fachada, representando la aparición de la Virgen con el Niño a San Felipe Neri.



Espadaña de San Felipe.



Palacio de los Molina, rehabilitado como establecimiento de hostelería. 



  



Iglesia del Convento de Santa Clara. Joya románica de Molina de Aragón, fundada en el siglo XIII como parroquia bajo la advocación de Santa María por el caballero Pedro Gómez, mayordomo de la Señora de Molina, Blanca Alfonso. Anexada la parroquia a la cercana de San Martín, sobrevivió convertida en ermita hasta que en el siglo XVI se reconvirtió en capilla del nuevo convento de clarisas de Molina, recibiendo su denominación actual. 



Portada de la Iglesia de Santa Clara. 



Detalle de las arquivoltas y canecillos.






Casas de colores en la calle Martínez Izquierdo. A Molina también llegó la moda decimonónica de los colorines. 



  



  



Fachada del Convento de Ursulinas. 



  



Iglesia de San Pedro. 



Cancela de forja en el atrio de San Pedro. 



Calle de la Enseñanza, y lateral de la iglesia de San Pedro.



  



La Torre del Reloj, sobre la puerta homónima, acceso a la albacara, primer recinto de la fortaleza de molina.

 

Vestigios de la iglesia románica de Santa María del Collado (o del Cristo de las Murallas), en el interior de la albacara de la fortaleza.

 





Esquinazo NO del muro de la albacara. 



Recinto principal del castillo, conocido popularmente como el Fuerte de las Torres. Siete de estos grandes torreones lo perimetraban, en lo que tenía que ser una imagen formidable. Hoy restan tres torres completas, una desmochada y los arranques y basamentos de las tres restantes. 



El portón, entre las torres de San Antón (izquierda) y la de Veladores.

 

Torre de la Arena, o de la Nevera, todavía en la albacara. Junto con los arranques de las torres de la Zarza y del Baluarte, son los restos más visibles de la vieja alcazaba musulmana, profundamente reformada y ampliada por los Lara en los siglos XII y XIII. 



  



Puerta de la Traición.



  



Balcón amatacanado (o buharda) sobre el vano de entrada. Esta es una solución muy querida por la arquitectura militar molinesa, reproducida en otras estructuras como la Puerta de Medina o el desaparecido coronamiento de la Torre de Aragón. 

 

Interior del patio de armas. Poco queda aquí de las construcciones que lo llevaron en su día.

 

Subida a la Torre de Veladores.



Adarve hacia la Torre de San Antón, también conocida como Torre Cubierta, o de los Caballeros. La estructura, desmochada, ha perdido buena parte de su altura. Las aspilleras en el nivel superior son contemporáneas, de los conflictos carlistas.

 

Matacán sobre la puerta.



Arcos fajones y bóveda en el interior.



Las escaleras, originales, requieren de cierta agilidad, por no decir de forma física. Subir todas las torres del castillo de Molina, una detrás de otra, supone un ejercicio físico considerable. Maravilloso ejercicio, pardiez. Al menos en su estado de ruina consolidada nadie se ha inventado un sistema alternativo de diseño y permite el placer de, con un poco de cuidado, experimentar lo que sintieron los hombres de armas que durante siglos las hollaron. 



Quiebros, giros, escaleras escamoteadas y colgadas, saeteras, ángulos muertos...las torres del castillo de Molina son un magnífico ejemplo de poliorcética de los siglos XI y XIII, y avanzada con respecto a su época. 



Balconada gótica cercenada en el interior de la Torre de San Antón. De aquí para arriba la torre es reconstrucción del siglo XIX. 



Nivel superior de la Torre de San Antón, con aspilleras recientes y cubierta de madera.

 

Torre de Veladores, desde la Torre de San Antón.

 

Desde la Torre de Veladores, los arranques de la Torre de Zarza (izquierda) y la Torre del Baluarte (derecha), ambas islámicas y pertenecientes a la vieja alcazaba musulmana. Es una lástima que estas torres no se hayan conservado, seguramente por su construcción más endeble. Con sus siete torres enhiestas sobre la población, la estampa original del recinto interior del Castillo de Molina tuvo que ser impresionante. En segundo término, la Torre de Aragón. 



Torre de Armas, desde el ápice de la Torre de Veladores. A la izquierda, apenas visible sobre el adarve, el arranque de la Torre del Rayo, la última y más pequeña torre del castillo molinés. 



Rojo y blanco en el imaginario molinés...

 

La Torre de Aragón, formidable estructura defensiva. Aun mutilada e incompleta (le falta una tercera parte de su altura), es uno de los mejores ejemplos de torre albarrana de todo el amplio catálogo nacional, con el mérito añadido de su temprana construcción, en el siglo XII. 



Torre Cubierta y Torre de Aragón, al fondo. 



Arcos fajones en las bóvedas. Torre de Veladores.

 





Molina desde el Castillo. 



  



  



Torre de Armas.  


Torre de Doña Blanca (o del Homenaje), en la esquina sureste del recinto interior. Del siglo XIII, fue mandada levantar por Blanca Alonso, la quinta señora de Molina. 



Torre de Doña Blanca.



  



Torre de Armas, desde la Torre de Doña Blanca. 



Porción inferior de la Torre del Rayo, la séptima y más pequeña torre del recinto principal de la fortaleza. Más delgada y estilizada que sus vecinas, no ha conservado su parte superior. 

 





Estas curiosas y precarias reparaciones que aparecen de vez en cuando, muchas de ellas realizadas en el siglo XIX por los carlistas o por la pequeña guarnición liberal que tuvo el castillo en los años de 1840-50, han tenido la virtud de ayudar a que algunas estructuras lleguen hasta el día de hoy. 



Torno del rastrillo sobre el portillo del mismo nombre, en el norte del recinto interior y hacia la torre de Aragón. Aquí hubo un puente levadizo en sus orígenes. 



Brocal del aljibe de la fortaleza. La cisterna es muy antigua, seguramente obra islámica del siglo XI perteneciente a la alcazaba musulmana. 



Bóveda de crucería del piso bajo de la Torre de Veladores. 







Modernas escaleras en el interior de la Torre de Armas.



  



  



  



Torre de San Antón. Se aprecia el precioso ventanal gótico truncado, y la reconstrucción posterior en obra más endeble. 



  



Puerta del Reloj, hacia el interior.  



Otra imagen de la Torre y Puerta del Reloj, uno de los cinco vanos de acceso al primer recinto de la fortaleza. Está escamoteada en ángulo, como casi todas las del sistema defensivo de Molina. 



No es el clima de Molina muy favorecedor del arte de la jardinería, así que estas notas de color que aparecen aquí y allá tienen un mérito añadido. 

 

Torre de la iglesia de Santa María del Conde. 



Calle Arriba de Tomasa la Muela, que enlaza la antigua Puerta de Baños con la iglesia de Santa María del Conde.  







  



  



  



La Calle de Abajo fue el eje viario central de la antigua morería de Molina de Aragón. Hoy en día es quizás la calle que, por su estado de conservación y el número de edificios de construcción tradicional que acumula, evoca como ninguna la vieja Molina. A ella pertenecen también las siguientes cuatro imágenes. 



  



  Un encantador rincón... la arquitectura popular molinesa es la de todo el Sistema Ibérico: piso bajo de mampostería y entramado de madera en los niveles superiores. 



Recio portalón medieval. En la clave del arco, una sencilla piedra de molino. La heráldica en sus comienzos...



  



Caz sobre el río Gallo.



La ribera del Río Gallo, al amparo de viejos baluartes invadidos por construcciones populares. 



Balcón popular sobre las antiguas murallas, a la vera del río Gallo.

 

Puente sobre el río Gallo.

 

Ribera del río Gallo. Cuesta pensar que esta tranquila corriente de agua va a ser luego la misma que va a labrar la hoz salvaje de arenisca rodena poco antes de su unión con el Tajo, allá donde la Virgen de la Hoz tiene su santuario. 



El Puente Viejo, sobre el río Gallo, forma parte de la imagen más icónica de Molina. Mal llamado romano, data básicamente del siglo XII y la época de repoblación de la Villa, aunque ha tenido toda una secuencia de reparaciones posteriores, una de ellas en el siglo XVII, cuando lo atravesó Felipe IV camino de la campaña catalana. 

 

  



Edificaciones sobre sobre la vieja muralla, en el Paseo de los Adarves. 



Paseo de los Adarves. 



Antigua ubicación de la Puerta de la Cava, que se abría al Puente Viejo, hoy desaparecida.

 

Callejón sin salida frente a la antigua iglesia de San Miguel.

 

Esquinazo del Palacio del Marqués de Villel, lindante con el Palacio de los Montesoro.

 

Portada de la antigua Iglesia de San Miguel. Desacralizada y convertida en viviendas, mantiene su fachada en lo que es uno de los rincones con mayor empaque nobiliario de la villa, al que se asoman las casonas de los Arias, los Marqueses de Villel y los Montesoro.

 

Palacio del Marqués de Villel.

 

  



San Pablo. Medallón en la enjuta de la portada de la antigua iglesia de San Miguel.

 

Frente a la antigua Iglesia de San Miguel y a la izquierda, el Palacio de los Arias, que ha conocido mejores días. 



Escudo de armas en el Palacio de los Arias.

 

Iglesia de San Gil, o de Santa María la Mayor de San Gil. Principal de las parroquias molinesas, en sus orígenes fue un sencillo templo románico culminado por una torre tan esbelta como inclinada. Completamente rehecha en el siglo XVI, fue la parroquia de alguna de las mejores familias de Molina. Saqueada y destrozada durante la Guerra de Independencia, sufrió también un voraz incendio en 1915 que obligó a rehacer el interior por completo. 



Casona destarlatada en la Plaza del Progreso. No sé si habrá un porqué, pero cuanto más viajo por pueblos y villas de nuestra olvidada España rural, siempre que aparece una calle del Progreso o es un callejón sin salida, o está atiborrado de desolación y ruina. Al fin y al cabo una metáfora cruel. No hay futuro sin pasado. 



Portada de la iglesia de San Gil. 



Callejón de la Talega, retorcido urbanismo de la Molina medieval. 



Espadaña de San Pedro, con la fortaleza al fondo.

 

En la calle de las Tiendas...



Plaza de España.



Portada la iglesia de Santa María del Conde. La iglesia, como otras de Molina, fue un templo románico del siglo XII completamente reconstruido en el siglo XVI. Fue fundada por el primer señor de Molina,  el conde Manrique de Lara, de ahí el nombre. 



Torre de Santa María del Conde. 



Casas en la Plaza de España. De color naranja, la de los Marqueses de Embid, rancio linaje molinés.

  

El detalle en cada rincón...



Casas en la Plaza de San Pedro.



Calle de las Tiendas. 



Palacio del Virrey de Manila. Construido por D. Fernando de Valdés y Tamón en los años de 1740. Don Fernando era natural de las Asturias de Oviedo, caballero de Santiago y capitán de Guardias Españoles. Entre 1729 y 1740 ejerció como Gobernador y Virrey de Filipinas. A su vuelta, en Madrid conoció y se enamoró de una joven molinesa de buena familia (los Vigil). Tras matrimoniar levantó casa en la ciudad natal de su esposa, en la que residieron siempre de forma temporal. El palacio tuvo fama de tener el mejor ajuar de todo Molina, desaparecido durante el saqueo e incendio durante la Guerra de la Independencia. La fachada estaba profusamente decorada con curiosísimos paneles pintados, relacionados con escenas de la gobernación de Fernando de Valdés allende los mares y de los que las inclemencias del clima molinés han dejado escasos restos. Hace muchos años, de niño, recuerdo que eran más visibles. 



Rincón entre la iglesia de San Martín y el Palacio del Virrey de Manila. San Martín todavía conserva, envueltos en añadidos posteriores, importantes restos románicos de su primitiva fábrica. 

 

Armas de Don Fernando de Valdés, en el que probablemente sea el mejor blasón de Molina, envueltos en una exuberante panoplia de armas y ángeles.



Ojalá que a nadie se le ocurre reemplazarlo nunca...



Busto del Capitán Arenas, frente al antiguo Colegio de Escolapios, del siglo XVIII, del que fue alumno. Molinés de adopcion, Félix Arenas Gaspar murió a los 29 años en los combates de Monte Arruit, tras el Desastre de Annual, recibiendo la Laureada de San Fernando por su valor. La estatua, obra de Lorenzo Coullaut Valera, fue inaugurada por el rey Alfonso XIII en 1928. 



Fuente de San Felipe.



Casas populares en la Calle Santa Catalina. La última vez que pasamos por aquí, el propietario de la casa amarilla tenía una parabólica plantada en el balcón, que ha tenido el acierto de retirar. 



Convento de San Francisco. La mayor fundación monástica de la población data de 1284, a cargo de Blanca Alfonso, quinta señora de Molina, que lo erigió en el arrabal al otro lado del río, fuera de las murallas. Acumulación de arte a lo largo de los siglos, resultó gravemente dañado en el incendio de 1810 a cargo de las tropas napoleónicas. Luego la Desamortización de Mendizábal acabó con su comunidad de frailes. Pese a todo, ha llegado a nuestros días en un razonable buen estado. En la actualidad una parte del edificio alberga el Museo Comarcal de Molina de Aragón.   



Torre del Convento de San Francisco, de la segunda mitad del siglo XVIII. Culminando el chapitel, el entrañable Giraldo de Molina. 


Colecciones del Museo Comarcal de Molina. 



Museo Comarcal de Molina. Con hallazgos procedentes de todo el territorio, la sección de Arqueología e Historia tiene algunas piezas interesantes.



  



Portón del recinto exterior de la Torre de Aragón.



La Torre de Aragón. Más que torre albarrana hispánica, tiene un aire a donjon del centro francés, o a torre normanda del sur de Inglaterra. Una construcción soberbia, de que la cabe lamentarse que le falten los metros superiores (unos diez y medio). La estructura completa llegó a tener unos 29 metros de altura. 



Escaleras en la Torre de Aragón, por supuesto muy posteriores a su construcción. La torre ha perdido las enormes bóvedas de cañón interiores.



Desde la torre de Aragón hacia el norte. 



Páramos de Molina...







Restos islámicos en la Torre de Aragón. Hay una secuencia estratigráfica todavía más profunda, de la Edad del Hierro. 


  



  



El Prao de los Judíos. Vestigios arqueológicos de la próspera y potente aljama molinesa, entre los cuales destaca una amplia sinagoga y un gran edificio, quizás una yehisvá o algún tipo de recinto comunitario. 



Castillo de Molina desde el Prao de los Judíos.



Puerta de Hogalobos. 



San Francisco. 



Molina en el horizonte. 


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