Hogueras de la Cruz de Mayo. Cuenca




Una fiesta de Cuenca que poco a poco se desvanece.


Las celebraciones de la Cruz de Mayo, o de la Invención de la Cruz, proceden de los antiguos festivales célticos de Beltane, antípoda luminosa del Samhain, su reflejo sombrío en el ciclo anual. En Beltane, pórtico del Mes Verde, se expulsaba al invierno y se recibía a la primavera, simbolizada por los árboles-mayo que se traían del bosque profundo y se colocaban en plazas y encrucijadas, engalanados y floridos. En el juego de equilibrios de la creencia antigua, árboles para traer la vida y hogueras para conjurar a la muerte, a la que en efigie se arrojaba a las llamas entre bailes y alegrías. El Cristianismo adoptó la vieja fiesta pagana, como fue costumbre, y en una analogía casi perfecta el árbol mágico pasó a ser cruz verdecida, símbolo también de vida, y así como la occisión del espíritu del árbol servía para traer la vida, así el sacrificio de Cristo era vida y salvación eterna.

Las Cruces de Mayo decayeron en Cuenca ya durante el siglo XIX. Los resabios de paganismo que la fiesta conservaba no cuadraban bien en una ciudad cada vez más ensimismada y mojigata. Aun así, las cruces de flores todavía adornaban numerosas calles y plazas de Cuenca hacía 1900. La Guerra Civil dio la puntilla a la presentación de cruces callejeras, que no se recuperó tras la contienda. La última Cruz de Mayo de Cuenca se colocó en un portal de la Plazuela del Salvador en los primeros años cincuenta. Acaban de derribar la casa hace unos días. 

Quedaron las hogueras, curiosamente el aspecto de la festividad que nunca había sido cristianizado. Malquistas durante décadas, sutilmente coartadas y acotadas, aculturadas hasta el punto de que pocos conquenses podrían hablar de su ancestral origen, poco a poco expulsadas de calles y plazas para levantarse en solares y descampados, poco a poco desprovistas del rito social para reducirse a jolgorio infantil, a veces desplazadas de fecha a la caza de festivo y ya incluso con cierto tufillo a marginalidad y a infracción administrativa, que a tal despropósito estamos llegando. Y seguimos detrás de críos que encienden mínimas lumbres por los zopeteros, los únicos que en el realismo mágico de su pensamiento, niños de los hombres, mantienen la llama encendida (nunca mejor dicho) ante la pasividad de los más de sus mayores, pues cada vez menos arriman el hombro.

No estaría nada mal una política de dignificación y recuperación de esta antigua fiesta conquense (cruces incluidas), no por una más que hipotética proyección turística, sino por lo que suponía y aún supone: una ocasión de confraternización social en calles y plazas, de encuentro entre vecinos y amigos a la luz de la hoguera y hasta las tantas, oyendo al viejo Julián tocar el acordeón con dedos de genio mientras el olorcillo de las patatas y la panceta asada subía desde las brasas. Qué recuerdos...

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