San Guillermo de Castielfabib







De nuevo otra incursión por tierras del interior valenciano, en este caso del atípico (en todos los aspectos) enclave extraterritorial que es el Rincón de Ademuz. Vamos a echar un vistazo a un curioso lugar, el antiguo Convento de San Guillermo, junto a la arriscada localidad de Castielfabib, o Castiel a secas para los allegados.

Ya dijimos aquí que el interior de la provincia de Valencia es muy poco conocido turísticamente, paradoja entre paradojas de una región turística. En el caso del Rincón de Ademuz, el apartamiento va por partida doble. El Rincón es una comarca muy hermosa, de contrastes, con unos paisajes fenomenales donde se alternan fértiles vegas con páramos de una terrible aridez, frondosos bosques con crestas descarnadas, altas cumbres con profundos cañones excavados por ríos bravíos, matorral con pastizal de altura, pinos silvestres con sabinas albares que, en cierta ocasión, vieron pasar a su vera al buen mozo de Abderramán III, hecho un pimpollo. El único nexo de unión de todo ello es una orografía endiablada encajada a presión entre las Sierras de Javalambre, Albarracín y Cuenca, con el foso del río Turia como eje vertebrador de norte a sur, y con un desnivel comarcal muy acusado, entre los 1.838 metros sobre el nivel del mar del Alto de las Barracas (o Cerro Calderón, el más alto de la Comunidad Valenciana) y los apenas 670 metros de altura del cauce del Turia a su entrada en la provincia de Cuenca.  

En historia no le va a la zaga, en cuanto a complejidad, a la geografía. Pocas comarcas españolas podrán presumir de un devenir histórico tan extravagante como el Rincón de Ademuz, condenado y agraciado, a partes iguales, con ser frontera eterna. Límite de taifas, fue punta de frontera almohade frente a Castilla y Aragón hasta su conquista por Pedro II en el año 1210 (los primeros castillos del nuevo reino de Valencia que crearía años después su hijo Jaime). Con fuerte presencia de órdenes militares (el Temple y el Hospital, luego reemplazadas por Montesa), la segunda mitad del siglo XIII marcaría la conformación de un territorio aislado cuando Ademuz y Castielfabib, las dos poblaciones mayores y villas de realengo, a instancias del Conquistador, abandonaron los fueros de Aragón para adoptar los nuevos Furs valencianos, en 1273. Tres años antes, el concejo de Teruel había consolidado a un coste exorbitante el dominio sobre la población de Arcos y sus grandes salinas, imprescindibles para su economía ganadera, a la vez que un anciano noble navarro, airado con el rey Jaime, dejó de jugar a dos barajas e integró sus señoríos en Castilla, echando una legua para atrás los mojones como todavía queda memoria en Santa Cruz, la Serra de la Cruzada. Allí quedó el Rincón, nuevo enclave valenciano, comprimido entre castellanos y aragoneses, abocado a pagar aduanas y lezdas por doquiera que corriese el vericueto de entrada o de salida. Y hablando de navarros, y mientras todo esto ocurría, Sancho VII (prestamista de pro) se quedaba en prenda los castillos del Rincón mientras crucificaba a hipotecas al rey de Aragón. En el ínterin, repobló a discreción con vascongados y navarros, gente recia y terca, de pocas palabras, de la que se podía fiar. Luego llegarían los ajustes de las rayas, las contiendas y los mojones trifinios, las aldeas que cambiaban de manos, los problemas eternos de pastos y trashumancia y los conflictos fronterizos, que para Castielfabib (en lo sucesivo Castiel) fueron abigarrada colección, desde el asunto de Royo Cerezo con los de Moya, pasando por querellas por vírgenes teletransportadas con los de Cañete seguidas por presuntos revolcones con los de Salvacañete, para terminar con los dichosos ovejeros de Albarracín y Teruel, que eran como plaga bíblica, solo que las siete juntas. Para las desdichadas fronteras del Turia, la guerra no terminó hasta finales del siglo XV. A veces fue guerra feroz con todas las de la ley, como la de los Pedros, en la que Castiel fue tomada dos veces por los castellanos, en 1363 y 1364, arrasada e incendiada. Las más fue guerra de baja intensidad, larvada, con paces frágiles firmadas en mesones fronterizos sobre mesas con dos patas en cada reino y rayadas a cuchillo por la mitad, acuerdos apenas pespuntados con pactos de hermandad más lábiles y ambiguos todavía.

Con estos antecedentes, es de suponer que la repoblación tras la conquista fuese lenta, creando desde nuevas localidades (como la Puebla de San Miguel, fundación de la Orden de Montesa) hasta infinidad de aldeas y masones, población necesariamente dispersa para poner en explotación un territorio tan montuoso y agreste, con la labor muy desperdigada. Aun así, nunca se llegó a la enorme densidad de población de época islámica, perdida en la conquista y en el primer periodo fronterizo. A lo largo de todo el Rincón quedaron obras de ingeniería agrícola inmensas e inverosímiles, trabajo de generaciones de cultivadores musulmanes. Miles y miles, millones de terrazas que los nuevos pobladores nunca pudieron explotar e irrigar de forma efectiva, y que todavía en la actualidad forman parte indisoluble del paisaje comarcal.

Hoy el Rincón está vacío de nuevo. La sangría demográfica ha sido aquí tan fuerte como en tantas otras comarcas del Sistema Ibérico, del que forma parte. De 10.000 habitantes históricos a poco más de 2.200 hoy en día, con un avanzado envejecimiento, alta tasa de masculinidad, amenaza de rotura de línea de fecundidad y todo el resto del diagnóstico al completo. Otra comarca que poco importa y nada pinta en los lejanos y resucitados centros de poder taifal de Valencia, Zaragoza o Toledo. Sin olvidar Valladolid, que no fue taifa pero también ejerce de tal para las infelices comarcas celtibéricas que le tocan. Son la tónica pequeños núcleos casi despoblados y localidades mayores reducidas a la triste sombra de lo que fueron. La otrora potente y quisquillosa villa de Castiel, con seis núcleos de población en su amplio termino de más de cien kilómetros cuadrados, ronda los 320 habitantes, bien desparramados para más inri. La sensación es más desgarradora todavía cuando se repara en el riquísimo patrimonio edificado, cultural y etnológico que se está perdiendo, pero sobre todo cuando se conoce a la gente del Rincón. No hay más que ganar unos minutos (digo ganar, que no perder) y parar a departir tranquilamente con algún paisano de Val de la Sabina, o de Negrón, o de la Cuesta del Rato, bajo la olma de alguna plaza desierta o en mitad de un bancal de nogueras sobre las aguas rápidas del río Bohilgues. Bien pronto, entre dichos y expresiones de ese encantador dialecto churro, habla mestiza de todas las fronteras que poco a poco se desvanece entre zopencas políticas lingüísticas y aldeas globales, uno se da cuenta de que tienen el alma abierta. No son buena gente, no. Son lo siguiente.

La peña de Castiel ha tenido secuencia de ocupación al menos desde la Edad del Bronce, aunque la población actual presume de urbanismo e impronta islámica, bien es cierto que con importantes cambios posteriores. Sobre la etimología del topónimo se ha dicho mucho. No es directamente latina (lo del Castillo de Fabio vamos a dejarlo), ni tampoco árabe. Es mozárabe, como tanta otra toponimia de la comarca, reflejo de las importantes islas de población cristiana que debieron perdurar en la zona, montañosa y aislada, al menos hasta las olas de intolerancia que recorrieron Al-Ándalus a partir del siglo XI. Por una parte, un CASTEL o CASTELO, con el diminutivo mozárabe típico en -IEL, -IELA/-ELLA (como Cabriel, Utiel, Villel…). Es, el “castillete”. Muy fuerte, ciertamente, pero pequeño. Teniendo en cuenta que el recinto original de la fortaleza de Castiel (luego ampliada) apenas superaba los 700 metros cuadrados de superficie, lo de castillete es exacto. La segunda parte sí que es árabe: ḤABĪB, “amado”, “querido”. Puede también aplicarse a un amigo muy cercano, sobre todo en la lengua poética, aunque amigo en árabe es sadīq. Puede ser un nombre propio (lo sigue siendo hoy en día, y frecuente), pero también como vocablo de uso común es un préstamo de la lengua árabe al romance mozárabe que ya aparece, por ejemplo, en la muy conocida Jarcha de Yehudá Ha-Leví:

“Garrid vos, ay yermanellas
Cóm contener a mieo male?
Sin el habib no vivireyo:
advorely demandare”

Así que, o bien es el “Castillete Querido” (en el sentido de una fortaleza apreciada por su valía) o bien es el “Castillete de Ḥabīb”, personaje no documentado. Todas las referencias de fuentes en árabe son aljamiados del mozárabe CASTIEL más una segunda parte que lógicamente sí que puede escribirse sin desfigurar en caracteres árabes, sea nombre propio o préstamo lingüístico. Eso sí, sin artículo: es un “Qaštīl Ḥabīb”, no un “Qaštīl al-Ḥabīb”. Lo segundo parece un exceso de purismo de algún autor moderno, que “mejora” el topónimo insertando un artículo donde en el original no lo hay. Si habīb funciona como adjetivo no ha lugar, y si lo hace como nombre propio el mozárabe, como todas las lenguas romances, prescinde a menudo de articulación en los topónimos, por simple economía. También en alguna edición documental el topónimo está mal cortado, bien por error del copista, bien del traductor moderno (por ejemplo, un “Qašt al-Ḥabīb”, que realmente es un “Qaštal Ḥabīb”. Por cierto, que en el Uns al-Muhaŷ, de Al-Idrisi, ya se lo cita como “Qaštiyāl”, es decir, “Castiel”. Leñe, ya en el siglo XII se lo abreviaba.

A Castiel la comparan con Albarracín, y ciertamente su topografía urbana es muy parecida. Por lo desquiciada, digo. Levantada a la sombra de su castillo, que se alza al este de la población aupado a un peñón a un centenar de metros de altura sobre las aguas saltarinas y turbias del río Ebrón, la localidad crece a horcajadas de un alto collado, partida entre solana y umbría, subiendo un tanto por la vertiente contraria a la fortaleza, con un urbanismo moruno enrevesado, retorcido, encantador. Y con un desnivel morrocotudo, para buenas piernas. Tuvo muralla roquera, como la de Albarracín, muy sólida, de la que quedan algunos pocos restos embutidos en el caserío o colgados por las peñas, además de las ruinas del Torrejón (La Torreta hoy en día) la gran torre albarrana que cerraba el perímetro en el extremo occidental, al estilo de la Torre del Andador en la ciudad de Santa María. Puestos a parecidos, también la carretera tiene túnel por debajo, como Albarracín. Aparte del buen aspecto general, que se aprecia en las fotos de conjunto, tiene rincones muy atractivos. Es una pena que, a diferencia de Albarracín, el cuidado haya llegado solamente en los últimos años. Incluso en los noventa, y siento decirlo, pero vi hacer barbaridades. Ahora se aprecian una nueva sensibilidad y otra manera de hacer las cosas, que esperemos que poco a poco se acabe de imponer, y perdure. Del castillo, fortaleza inmemorial con muros califales del siglo X y cien reformas posteriores, queda lo que los conflictos carlistas dejaron, aunque la vista desde lo alto es soberbia. El primer monumento, no obstante, es la rotunda iglesia fortificada, amalgama de elementos castrenses y religiosos acumulados lo largo de varias épocas, apéndice místico de la fortaleza comenzado a levantar sobre torres y aljama mora por los caballeros hospitalarios, que la recibieron del rey Católico el 26 de agosto de 1210 en el mismo campamento real, quizás en el exacto día en que la Castiel musulmana se entregaba después de un asedio inmisericorde de casi dos meses. Iglesia trepadora, con campanario sobre el abismo, en el que campa y preside, de toda la vida, galana, oronda y rolliza, la Guillermina.

Y es que el santo patrón de Castiel es, sí señores, San Guillermo. Eremita y anacoreta, para más señas. Así que para el que escribe estas líneas, que comparte la gracia con tan eximio personaje, supone sentirse como en casa, aunque a la Guillermina no la he volteado ni pienso hacerlo, y menos aún según el pintoresco estilo local, que evidencia palmaria insensatez. Es curioso, porque hay bien pocos lugares que tengan al tal como patrón, y mira que es nombre lucido, virguero y molón como pocos, de épica y sonora evocación escandinava, que lo bueno poco abunda, y lo mejor todavía menos. Por otro lado, es un consuelo saber que, entre tanto Guillermo el Conquistador, tanto káiser Guillermo, Guillermos de Inglaterra, Guillermo de Orange y Federicos-Guillermos de Prusia, alguno nos salió manso, aunque pocos. Santos Guillermos hay ocho, o nueve. Una lista corta. Mi abuela Guillermina, que en eso del Santoral le sacaba vuelta y media a Jacobo de la Vorágine, se los sabía todos de carrerilla. Nombre de guerra de cimbrios y teutones, no predispone a la mansedumbre, qué le vamos a hacer. Aunque de San Guillermo de Castielfabib dicen que fue duque de Aquitania allá por el siglo XII y que muy sosegado no fue, por lo menos hasta que renegó del error. Por más señas, emparentado con media realeza europea de la época y antecesor de la Gran Leonor, tormentosa y magnífica, reina de trovadores. Muy bonito todo, pero va a ser que no.

San Guillermo de Castielfabib, como todas las advocaciones populares, es un juego de muñecas rusas. Cada hagiógrafo, por lo general cada vez peor informado que el anterior, desfigura y tergiversa progresivamente al personaje original. En esto entran en juego por lo general intereses crematísticos y también el espíritu de cada época (y lo que se entiende que es un santo cristiano en cada época, que no es exactamente lo mismo). También (cómo no) algo también muy humano: el orgullo local, con los intentos de piadosa falsificación y de adscripción del santo paisano con otros al parecer de más enjundia en un ámbito exterior más o menos amplio, que lo de fuera siempre parece superior y de más prosapia. En el centro de la cebolla está el hombre, el ermitaño Guillermo, personaje cuyas obras crearon una fama de santidad que ha atravesado los siglos.

Cita alguna fuente documental no muy antigua que San Guillermo se retiró al lugar a hacer vida anacoreta y levantó un primer eremitorio en 1155 a un tiro de ballesta de la villa, en las cuevas y recovecos de la Peña Rubia al otro lado del tajo del Barranco Hondo, que excava el inquieto río Ebrón en travertinos multicolores. Otra fuente también tardía adelanta la fundación hasta 1115, nada menos. Aunque se conocen casos de anacoretismo cristiano en Al-Ándalus, y aunque en la comarca hubo importantes bolsas de población mozárabe, como hemos dicho, en el lugar y en la época tal extremo es casi imposible. Bajo almorávides (1115) y almohades (1155) el asunto tendría un negro futuro, a la par que grandes contingentes mozárabes huían en masa al norte. De todas maneras, el tiro de 1155 viene por otro lado, como veremos ahora después. Conquistada Castiel, la cosa no mejoró demasiado. Hubo contragolpes fronterizos (la cercana Serrella, una de las fortalezas tomadas en 1210, se perdió) pues la Valencia musulmana conservó capacidad de respuesta militar en las fronteras hasta 1229, y la utilizó. Incluso cuando la disgregación de la unidad política valenciana hizo esto imposible, las grandes fortalezas de frontera del formidable perímetro defensivo siguieron operando más o menos por su cuenta, afectas a tal o cual facción o simplemente luchando por su supervivencia frente a cristianos, y a moros. No muy lejos de Castiel está Alpuente, antigua cabeza de taifa y charnela fronteriza, que anduvo dando zarpazos hasta 1232, año en que cae en un increíble golpe de mano a cargo de los peones pardos del concejo de Teruel. Eso en lo que a musulmanes se refiere, porque ya desde 1215 hay problemas con Moya, que intenta saltar el Turia de forma obsesiva, instalada de momento en la vieja fortaleza califal de Barrachina. Por supuesto sin olvidar las cabalgadas privadas a cargo de capitanes de frontera y almogávares, sin bandera y sin religión, que sumieron al territorio en una inestabilidad pavorosa hasta la caída de la ciudad de Valencia en 1238 y el aquietamiento definitivo del interior, que no ocurrirá hasta 1240-42.

Así que el bueno de San Guillermo es casi imposible que cayese por Castielfabib antes de 1210, y poco plausible que lo hiciese antes de 1238. Los años más probables son los de 1240, de relativa paz y también de vaciamiento demográfico, pues a raíz de la conquista de la huerta valenciana se ha producido un éxodo muy acusado desde las poblaciones de interior al litoral, lo que facilita la adquisición o la ocupación de propiedades, incluso a escasos metros de una villa real. A partir de 1239 y a lo largo del siglo XIII se están fundando por todo el nuevo Reino de Valencia congregaciones eremíticas del más diverso pelaje. En 1256 el papa Alejandro IV insta a integrar en la Orden de Ermitaños de San Agustín (fundada en 1244) a todos estos grupúsculos más o menos incontrolados de anacoretas que proliferaban por toda la Corona de Aragón, entre ellos tres a regla de San Agustín y dos a regla benedictina según la forma guillermita, por San Guillermo de Maleval, santo ermitaño de la Italia del siglo XII, del que hablaremos más abajo. Uno de estas congregaciones sometidas a la nueva regla debe ser la de Castiel. Nuestro Guillermo ha tenido tiempo de ocupar el lugar, crear un pequeño grupo de seguidores, y organizarlos más o menos según una regla monástica. Nada más lejos del anacoreta casi estilita y de perfil sociópata que pinta alguna de sus hagiografías tardías, sino más bien un personaje capaz, con iniciativa para hacer proselitismo, y un buen organizador. Donde hoy se levantan las ruinas del Convento erigió una diminuta iglesia que era el lugar de cabildo y oración comunal de una congregación que en el resto del día, como era costumbre, se retiraba a sus cuevas y cubículos cercanos para la contemplación en soledad. El número de estos eremitorios puede haber sido sorprendentemente alto si se examinan detenidamente los contornos del Convento, tanto ladera arriba como en el tajo del río, aunque sin una prospección arqueológica detallada no es posible saber si tuvieron ese uso alguna vez, ni tampoco en consecuencia el número de hermanos que pudo llegar a tener la primitiva comunidad de San Guillermo, que puede ser que no fuese ni mucho menos tan magra como en un principio se podría suponer.

Por supuesto, no consta la fecha de la muerte de San Guillermo de Castiel. La vida anacoreta no suele hacer longevos, así que un fallecimiento del santo poco después de 1250 quizás sea lo más razonable, por decir algo. Según más fuentes tardías e igualmente poco creíbles, en 1298 andaba fundando convento en Castellón, puesto que a falta de documentación parece que todo el mundo fue arrimando el ascua a su sardina. Se diría que a nadie extrañó que anduviese fundando su convento en 1115 y el del vecino en 1298. Otra fuente habla de la fundación en Castielfabib el año 1290, sin remitirse a documentación válida. Las muñecas rusas comenzaban a cerrarse… Nadie de los que le conocieron en vida se tomó la molestia de poner nada por escrito, faltaría más. Cuando murió el último de los que le trataron, años después, solo quedaron la tradición oral… y el campo abierto a la mistificación. Queda fiarse de la fuente más sincera: la memoria popular, que afirma que fue enterrado en su iglesia, cosa de lo más lógica, donde todavía siglos después la gente de los contornos seguía extrayendo la tierra en torno a lo que una vez fue su sepultura (previo óbolo a los frailes), tal era la fama de taumaturgo que había conseguido en vida, aunque no sepamos nada de los milagros que la tradición oral dice que llevó a cabo cuando aún se encontraba en este mundo. El San Guillermo histórico, el corazón de la cebolla, la última matrioska, es una sombra. Eso sí, la sombra de una mente poderosa.

La congregación que creó, sujeta como hemos visto a la Orden de Ermitaños de Nuestro Padre San Agustín, tuvo que seguir en activo al uso eremita hasta finales del siglo XIV, desparramada por peñas y breñas. Que aquellos desharrapados anacoretas sobreviviesen a la amena y entretenida segunda mitad del siglo XIV en Castiel, entre Peste Negra, ocupación y devastación a cargo de los castellanos (que se llevaron hasta la cal de las paredes antes de incendiarlo todo) y ulteriores conflictos con las villas fronterizas, evidencia una notable capacidad de resiliencia. En esto tuvieron que ayudar unas presuntas buenas relaciones con la Orden de Montesa, el poder militar del Rincón, cuya presencia era tan evidente como las altas torres que coronaban Castiel. Las devociones de las gentes del lugar al santo están ya documentadas con una antigüedad inusual: en 1393 se restaura una Cofradía del Bienaventurado Señor San Guillermo que había quedado extinguida de facto treinta años antes, en la destrucción castellana de la villa. El documento deja entrever que la cofradía era todavía mucho más antigua. Esta congregación, integrada por seglares, celebraba cultos y asamblea en la Iglesia de San Guillermo, sin duda el primer templo al otro lado del río, que aún seguía en pie y en uso, con los restos del santo. Al año siguiente, 1394, comenzaron las obras del Convento.

La Orden de San Agustín se institucionalizaba y se burocratizaba, y en el Reino de Valencia no era una excepción. Al igual que ocurría con los carmelitas, los excesos místicos de una pléyade de ermitaños aislados por las soledades eran cada vez peor vistos por una jerarquía eclesiástica amenazada por todo tipo de brotes de heterodoxia en lo terrible de los tiempos. Anima Una et Cor Unum, sí, pero si estáis todos juntitos bajo el mismo techo todavía mejor, que nadie se desmande. La fecha tampoco es casual, como no lo es la restauración de la cofradía el año anterior: Castielfabib, como toda la frontera, vive un periodo de paz y de recuperación económica que se va a prolongar hasta la década de 1420 salvo algún asuntillo menor, para no perder la costumbre. Se están acometiendo numerosas obras por toda la comarca, y el crecimiento demográfico, merced a las escasas fuentes indirectas, debe ser importante.

Fundar el Convento ya tuvo por medio querellas sobre diezmos y jurisdicciones, que los dineros eclesiásticos tienen la curiosa facultad de generar diez pleitos por cada maravedí, y todo el Rincón era una maraña de derechos cruzados que ponía espanto. El Papa Luna, Benedicto XIII, hubo de citar a los agustinos de Castiel en Valencia, en el mes de febrero de 1394, para que diesen explicaciones. Al final el Convento tiró para adelante, levantado sobre la iglesia original, con los correspondientes permisos y autorizaciones para comprar, adquirir y poseer todo tipo de bienes. Poderoso caballero es Don Dinero. Es inexplicable que el viejo San Guillermo nunca se preocupase del monetario, y dejase tan trascendentales asuntos desatendidos. Los agustinos de Castiel, ahora frailes de lo más convencional, empezaban a ser muy de este mundo.

En esta dinámica hay indicios de que la relación con el pueblo entró en una época de conflicto: los vecinos de Castiel consiguen en un momento indeterminado que el cuerpo del santo sea exhumado y extraído del nuevo convento, para ser llevado a la fortificada iglesia parroquial y ser puesto bajo cuatro llaves (literalmente). Es un síntoma de que algo no marcha bien. Quizás los frailes están poniendo impedimentos al uso tradicional que la cofradía y gentes de Castiel hacían del lugar de culto ahora convertido en cenobio (probable), quizás están empezando a cobrar por todo (muy probable), quizás el cuerpo del santo ya no está seguro: todo se decide en Valencia y se sabe que una reliquia de San Guillermo fue llevada a Jérica, a otra casa de la Orden. En el siglo XVIII en el pueblo se conservaba memoria de que el cuerpo había sido quitado a los frailes para evitar que se lo llevasen a otra parte: la fama de San Guillermo se extendía por todo el obispado de Segorbe.

Los frailes de San Agustín estuvieron en Castielfabib al menos hasta 1486. Luego abandonaron el lugar y desampararon el Convento, acontecimiento que siglos después todavía provocaba la perplejidad de algún cronista agustino, que lo atribuía a la pobreza de la tierra y las rentas. Otra razón tuvo que haber, pues es ilógico que una comunidad que ha resistido más de dos siglos, que ha acumulado fuentes de ingresos y que tiene una infraestructura ya consolidada, desaparezca de la noche a la mañana. Estas extinciones sin documentación suelen deberse a cierres decretados por la propia Orden, para optimizar recursos o porque necesita a los efectivos en otros lugares. A continuación, corre un tupido velo y la extinción desaparece de las crónicas de la Orden, por cuanto supone un paso atrás. Quizás el número de frailes había descendido al extremo de no poder garantizar la continuación de la vida monástica. La reducción de profesos suele ser la consecuencia de una conflictividad sistémica con el entorno. Quizás, a título de hipótesis y a falta de acontecimientos bélicos (excepto las Germanías, que aquí tocaron poco), la explicación sea la peste, que arrasó la costa levantina en tres oleadas apenas espaciadas: 1507, 1509 y 1518. No es necesario que golpease a Castiel, que seguramente también lo hizo: si la orden agustina había visto estragada la nómina de frailes en los grandes cenobios de la costa, puede que cerrase conventos menores para garantizar la continuidad de las fundaciones principales, aunque no tengo prueba ninguna que respalde esta teoría. Realmente pudo deberse a cualquier causa.

En 1563 aparece instalada en el Convento una comunidad de carmelitas de la regla calzada, originarios de la Provincia de Aragón de la Orden del Carmelo, que también lo abandonaron no mucho después de esa fecha. Si de los agustinos se sabe poco, de los carmelitas menos, y de como llegaron a la posesión, nada. Otra hipótesis, compatible con la teoría anterior de concentrar efectivos, es que fuese una cesión o una permuta con los agustinos, caso que no era infrecuente, con lo que el Convento nunca se habría abandonado. En este caso las rentas sí que pueden ser una razón para la salida de los carmelitas, porque la orden agustina abandonó el convento, pero no la explotación ni la propiedad de los bienes raíces que tenía vinculados. Sin embargo, pienso que la razón básica es otra y está bastante clara: la orden carmelita está en este momento (a partir de 1562) enfrascada en la tremenda lucha interna que supuso la escisión del Carmelo Descalzo, con casas que optan por mantenerse en la regla original (como seguramente la de Castiel) y que se extinguen a continuación cuando gran parte de los hermanos opta por el rigor de la Reforma. Una pena, los carmelitas descalzos sí que hubiesen perseverado. Si aguantaron en Altomira o en Bolarque…

En 1577 entran en el Convento de San Guillermo sus últimos ocupantes: los franciscanos observantes. Después de una serie de gestiones emprendidas por la villa, que se entristecía al ver el edificio vacío y en progresivo deterioro, el Provincial de la Orden Francisca en Valencia, fray Pedro Manrique, aceptó la oferta. En 1576 se firmaron unas prolijas capitulaciones (que en este caso sí que se han conservado) en las que se estipulaban varios asuntos, entre ellos las reparaciones que había que hacer a un edificio que se había degradado en los años de abandono, y cuyo coste se repartía entre la Orden y la villa de Castiel. El 1 de junio de 1577 los franciscanos de Valencia entraron en Castiel en solemne procesión y tomaron posesión del Convento. En él se mantendrían hasta el siglo XIX. Símbolo de unas nuevas relaciones que todos esperaban cordiales, la villa de Castiel les regalo preciada reliquia de San Guillermo: palmo y tres cuartos de un hueso del santo, seguramente un húmero. Si la medida es correcta, San Guillermo de Castiel tuvo que ser un hombretón en torno a los 1,90 metros de altura.

La orden franciscana en Valencia era muy potente. El Convento de Castiel fue su trigésima segunda fundación, y aún seguirían más. El cenobio nunca estuvo falto de frailes, oscilando entre los 12 y los 24 hermanos. Algún visitante agustino se extrañaba, entre la nostalgia y la envidia, que pudiesen mantener a tantos, amén del mal negocio que habían hecho marchándose de allí. Las rentas regulares eran escasas, pero las limosnas abundantes (los franciscanos para eso siempre han sido cum laude) por la abundante labor de los hermanos en la predicación por todo el Rincón y la Sierra de Albarracín, y la atención a enfermos y moribundos.

Es en este contexto cuando la muñeca rusa en torno a San Guillermo de Castiel se acaba de cerrar. Los franciscanos, recién llegados, precisaban revitalizar en las comarcas inmediatas unos cultos a San Guillermo en los que iba la propia supervivencia de su casa conventual en Castielfabib. Era lógico que buscasen información hagiográfica del santo. Nada. Datos históricos, ninguno, salvo confusas y contradictorias noticias indirectas y corruptas que corrían de cronicón en cronicón. La memoria popular poco podía aportarles en sólido. Del expediente de canonización, mejor ni hablar. A San Guillermo lo había hecho santo el pueblo llano de Castiel en el mismo día de su muerte (si no antes) y nunca hicieron falta ni papeles, ni latines, ni puñetas.

Ante tan desolador panorama, la solución más rápida, lógica y obvia era extrapolar al santo de Castiel a otro San Guillermo conocido, y forzar el asunto para que de alguna manera hubiese terminado sus días en las márgenes del río Ebrón en una pequeña villa del interior valenciano. Nada que no se estuviese haciendo de forma general en ese momento, y por centenares de casos: el siglo XVII es época de religiosidades extravagantes y de grandes falsarios. Los vecinos de Castielfabib bien pocos inconvenientes habrían de poner, viendo como de repente su querido San Guillermo era esclarecido de currículo por los hagiógrafos franciscanos, y además currículo de categoría superior. En cuanto a los pocos viajeros con espíritu crítico que cayesen por allí, ya Dios proveería. Los primeros sorprendidos fueron los agustinos originales, que jamás en sus dos siglos en Castiel, herederos del santo original, habían oído hablar de San Guillermo de Castielfabib, duque de Aquitania. Tampoco ningún documento anterior al siglo XVII habla de la condición ducal del santo. Absolutamente ninguno. Y hubiese sido cosa casi inevitable de hacer notar, y difícil de caer en el olvido.

El problema es que no se utilizó una biografía coherente de un San Guillermo, sino varias referidas a personajes distintos. No es culpa únicamente de los mistificadores franciscanos: ya los errores venían de lejos, y eran graves. Básicamente se trata de la combinación espuria de los ciclos vitales de dos personajes históricos de nombre Guillermo, que alcanzaron los altares: Guillermo I de Tolosa (755-821), llamado también Guillermo de Gellone, Guillermo de Aquitania o Guillermo El Santo; y Guillermo de Maleval (muerto en 1157), conocido también como Guillermo El Grande. El primero fue un gran noble carolingio, conde de Tolosa y creador del Ducado de Aquitania, retirado del siglo y entregado en sus últimos años a la vida monástica, además de fundador del convento de Gellone, en Provenza. Su fiesta es el 28 de mayo. El segundo es el ermitaño. De orígenes inciertos (se afirmó sin base documental que era un caballero francés de la familia ducal aquitana), se recogió a la espiritualidad anacoreta en varios lugares de la Toscana antes de enterrarse en vida en el paraje de Maleval (o Malavalle) donde murió, en un lugar llamado Stabulum Rhodis cerca de Castiglione della Pescaia, términos de la comuna de Siena, donde se conserva todavía hoy la ermita levantada en su honor. Su día tradicional es el 10 de febrero, como San Guillermo de Castiel. Sus seguidores (sobre todo su discípulo Alberto) fundaron una regla monástica efímera: los Guillermitas, aprobada por el papa Inocencio III en 1212, y que a la larga no prosperó. Recuerde el sufrido lector como a los últimos y muy escasos guillermitas del reino de Valencia se los integra en 1256 en la orden agustina.

Pues bien, vamos a cocinar: cójase e introdúzcase con delicadeza en el puchero la primera mitad de la vida de Guillermo El Santo, conde de Tolosa. Añádase, agitada ma non troppo, la segunda mitad de la vida de Guillermo de Maleval, anacoreta, y ya tenemos al 90% de nuestro Guillermo de Castielfabib. Hay que apañar el asunto del lugar del óbito, puesto que en Italia hay evidencias aplastantes, pero si el sitio fue el tal Stabulum Rhodis, y en Castiel hay un paraje llamado El Rodeno, por ahí se le puede ir entrando, aunque El Rodeno está en el extremo norte del término de Castiel, muy alejado del lugar de asiento de la comunidad eremita junto a la villa, pero eso ya son detalles a pulir. Cuando fray Jaime Jordán, cronista agustino, visita el Convento en 1704, la superchería está ya a punto hasta en los más mínimos detalles:

“Distante del Convento unos doscientos pasos, ay un peñasco muy alto, sito en un monte, llamado Los Rodenos, en el qual se ve la cueva donde el Santo habitava, y hazia su penitencia con su compañero el beato Alberto”.

Para esto también habría que asumir una fundación en 1155, cuando todavía Castiel estaba bajo la égida de la morisma africana, crudelísima enemiga de la Santa Fe Católica. Pero bueno, ya se le irá dando forma… para algo es santo, leche.

Con estas mentirijillas al fin y al cabo piadosas, el plato ya quedaba consistente, pero soso. Entonces mejor si lo especiamos con algunos detalles (por ejemplo, las cadenas) de la vida de San Guillermo de Vercelli (otro San Guillermo, en este caso con fiesta el 25 de junio) también conocido como San Guillermo Abad (1085-1142). Y para finalizar, el toque maestro del chef: añadir picante, en la forma de algunos episodios históricos o presuntos de otros dos Guillermos, aunque en este caso no santos: Guillermo IX, trovador y tronchamozas; y Guillermo X, ambos duques de Aquitania. Buen par de piezas. Ahora el guiso está perfecto: San Guillermo de Castielfabib. Se cierra la última muñeca rusa.

Las relaciones de la comunidad franciscana con la villa siempre fueron buenas. Algunos próceres comarcales pagaron obras y cultos. La iglesia fue recrecida en el siglo XVIII, dotada de campanario y ocho altares, y provista de un retablo de cierto mérito. No obstante, hubo épocas mejores y épocas peores, en las que el cenobio seguía la estela de una localidad que se hundía en profundas crisis. La Guerra de Sucesión no afectó demasiado, salvo el empobrecimiento general de todo el Reino. Por el contrario, la Guerra de la Independencia supuso la ocupación del Convento en noviembre de 1810 por las tropas napoleónicas, que lo convirtieron en Comandancia Militar después de desalojar a los frailes, que fueron enviados a Teruel.

El Convento ya no levantó cabeza. Tras la vuelta de los frailes, que resultó efímera, el Trienio Liberal (1820-1823) supuso una temprana desamortización del edificio y la orden del traslado de la comunidad al convento franciscano de Chelva. Quizás los frailes se fueron, quizás no, quizás solamente en parte, que no está claro. En el Convento firma documentos un hermano guardián, encargado de mantener el edificio. Quizás no esté solo y algunos de los hermanos continúen allí de forma irregular, aunque la situación jurídica del lugar estaba en alambres, y la comunidad herida de muerte, incluso en el postrero retorno del Absolutismo. El retablo mayor de la iglesia del convento fue vendido en 1825 por los propios frailes a la parroquia de Casas Bajas, en el extremo sur del Rincón, donde fue destruido en la última Guerra Civil. Los 3.000 reales de la venta tienen todo el aspecto de una operación a la desesperada, para conseguir ingresos con los que mantener una agonizante vida monástica, que quizás pudo prolongarse de forma subrepticia hasta 1830 o incluso algo después. Definitivamente incorporado al erario público, el Convento acabó convertido en hospital de sangre carlista entre 1836 y 1840, ya con un deterioro que rápidamente se aceleraría a lo largo de todo el siglo XIX, objeto de expolio y rapiña a cargo de gentes de los contornos. Primero desaparecieron todos los elementos de valía artística, y luego todo lo demás, aprovechado como material de construcción. La imagen de San Guillermo, que presidía el retablo mayor y que los frailes no habían vendido, fue llevada a la iglesia parroquial de Castiel, donde también fue destruida en 1936.

A comienzos del siglo XX, solamente la iglesia seguía en pie, baqueteada pero entera. Fue desmontada en su mayor parte en 1914, a fin de obtener material de construcción para la nueva central hidroeléctrica que la empresa Teledinámica Turolense quería construir aguas abajo. Un nuevo canal, ejemplo de moderna ingeniería, separó el demolido Convento de las cuevas donde hallaron refugio una vez Guillermo y sus compañeros. El edificio original de la Central fue a su vez derribado en 1980 para ser reemplazado por el actual. Así pasan las glorias de este mundo.

Hoy el Convento de San Guillermo en Castiel está en ruina terminal. Alguna imagen no tan antigua evidencia como el deterioro, poco a poco, continúa. Castielfabib es exigua de población (que no de espíritu) y además tiene muchos frentes abiertos en la restauración de un patrimonio monumental abundante. Se ha intervenido en el Convento y se han consolidado estructuras, aunque lógicamente no es bastante.

El enclave del Convento es pintoresco, y por ello ya merece una visita. Las ruinas tienen un cierto poder evocador, sobre todo a algunas horas del día. Yo recomendaría estacionar el coche a la entrada de Castiel, bajar y cruzar el río por el antiguo Puente de la Ruidera (precioso nombre) para a continuación subir por la vertiente contraria hasta las ruinas. Luego, en vez de retornar por el mismo camino, seguiría aguas abajo hasta la Central, recorriendo por arriba el tajo del Barranco Hondo, con varias curiosas sendas para atrevidos. También se puede subir a las terrazas y a alguna de las cuevas de la Peña Rubia, pero esto requiere de agilidad. Una vez en la Central, hay que cruzar el puente para luego volver hasta el pueblo por la vertiente contraria. Si se hace en cualquier época que no sea el invierno, la imagen de las terrazas y bancales cortadas por el Ebrón es preciosa, explosión de verdor y de pequeña orfebrería agrícola, con el ruido del agua en las acequias aquí y allá. Y después de un buen refrigerio, visita a Castielfabib, que también llevará un buen rato. Entre lo uno y lo otro, se irá un día entero bien aprovechado. El Barranco Hondo de Castiel es un lugar de práctica de descenso de cañones, corto (unas dos horas y media) y sencillo. El fondo de la garganta es cerrado, umbrío y escenográfico.

Queda por saber quién fue San Guillermo de Castiel, porque la deconstrucción nos ha conducido a la nada más absoluta, que probablemente nunca pueda llenarse. Eso no es del todo malo, pues permite plantear constructivas elucubraciones. Si tengo que elegir e imaginarme a San Guillermo, en primer lugar y por orden de probabilidad evocaría a un abnegado y errante fraile guillermita, devorando leguas a grandes zancadas con sus dos varas y cuarta de estatura, su destrozado hábito de basta lana sin teñir y su barba crespa hasta la cintura. Nacido medio siglo después de la muerte de San Guillermo El Grande, criado en las tierras de Siena bajo el peso aplastante del recuerdo, aún reciente, del titán de Maleval, todavía muy niño vería la confirmación de la orden guillermita por el papa Inocencio. ¿De nombre? Guillermo, por supuesto, qué otro. Arrojado a los anchos mundos para perpetuar el legado de espiritualidad eremita, misionero y fundador a la postre en el yermo de la frontera valenciana. No el maestro, pero sí un buen discípulo.

Pero no tiene por qué. Hay otras opciones… ¿Fue quizás un pobre hombre, zagal, gañán o cardador de lana, como el Mesías de Cardenete, que buscaba en la ascética heterodoxa, bordeando la locura, un escape a la más abyecta miseria? ¿Fue una vida rota por los conflictos fronterizos, acaso un padre cuyos hijos no volvieron de la cruzada del arzobispo Rada, o a los que se llevó por delante el estropicio del Paso de Talayuelas, o quizás la epidemia? Y si hay que ataviarlo con avíos guerreros, como las viejas estampas… ¿Pudo ser acaso un almogávar del concejo de Teruel, expiando culpas tras una vida de atrocidades, tras los niños de Bejís o las cinco banderas en Santa María de Mediavilla? ¿o quizás un anciano freire de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, de aquellos que tomaron el Rincón por cercos y combates, perseguidos y extinguidos después? Y ¿Por qué no? Acaso uno de los últimos parfaits cátaros, mártires del puro amor cristiano, escapado de las matanzas del norte y refugiado en el último confín del reino, justo donde años antes había plantado su tienda un rey joven e impetuoso, que luego moriría por defenderlos en los campos de Muret.

O quizás el duque Guillermo, que a la postre la fe del carbonero nada más necesita.

Por mi parte, queda todo dicho. Puesto que estaba subido justo donde todo empezó, levanté las posaderas de la terraza natural de roca donde mi santo tocayo aposentó las suyas alguna vez, y me bajé a rastras a parajes más humanos. Un santo escalador y cabra loca, qué maravilla, no puede uno pedir más. Al pasar bajo los muros apuntalados del Convento, recordé que hace poco leí, o creí leer (uno lee mucho, y rápido, y además se hace mayor) que algunas estupendas personas habían desistido, hartas de tantos sinsabores y pequeñas traiciones, de perseverar en su conservación. Sin duda leí mal, porque no me cabe en la mollera que abandonen. Primero porque son del Rincón y de Castiel, y tienen una reputación que mantener. Y luego, porque son la última línea de defensa, y lo que viene detrás en nuestras comarcas serranas es el vacío. Y el horror, el de Conrad. Así que no me jodan vuesas mercedes, y leña al mono.



PD. Para este trabajo, mi fuente básica ha sido la obra de Alfredo Sánchez Garzón; Historia del Convento de San Guillermo en Castielfabib, Ayuntamiento de Castielbabib, 2001. El resto está picoteado de aquí y allá.  




Castielfabib. Vista general. Ribera derecha del río Ebrón.


Las ruinas del Convento de San Guillermo, con Castiel de fondo. Foto del mes de agosto. 


La misma imagen, este pasado mes de marzo. No tan colorida, pero muestra mejor estructuras y topografía. Todo lo que queda en pie del Convento pertenece a la vieja iglesia, en su mayor parte desmontada en 1914 para aprovechar el material de construcción en la obra de la cercana central hidroeléctrica. Del resto del edificio, desamortizado en el Trienio Liberal (1820-23) no quedaba nada desde muchos años antes.  


Un poco más lejos y más arriba, desde la terraza bajo la Peña Rubia. Aquí tenemos el espacio vital de la congregación enclaustrada, que sustituyó a la comunidad eremítica dispersa por los contornos. Según la tradición, la iglesia monástica está levantada justo sobre la que San Guillermo edificó, y que tenía que ser de obra deleznable, pese a lo cual se mantuvo en uso hasta finales del siglo XIV. 


El tajo del Barranco Hondo al pie del Convento. Son muy curiosas esas pequeñas terrazas colgadas a media altura, con sendas verticales de acceso. Hasta el último palmo de terreno disponible llegó a cultivarse. Aquí abajo también hay cavidades.  


Imagen desde el castillo. La vega partida en dos por el tajo del Ebrón y el Convento a la izquierda, y tras el la Peña Rubia. Al fondo del valle corre el Turia. En la línea de horizonte, las cumbres de Javalambre. 


Ruinas de la iglesia conventual, fachada occidental. Dos cosas a tener en cuenta, en esta imagen y en las siguientes: 1) Aquí hay obra de varias intervenciones sucesivas en el edificio (que tienen que ser al menos de finales del XIV, del XVI y del XVIII). 2) La iglesia está orientada contra la norma canónica, de norte (pies) a sur (cabecera). Esto sí que es chocante, porque hay espacio de sobra para orientarla correctamente. Lo único que se me ocurre es que pudiera deberse a algún tipo de interacción con la iglesia primitiva, y con el lugar original de enterramiento del santo dentro de la misma. Quizás la iglesia primitiva no fuese derribada, o al menos no por completo, sino integrada, aunque con este nivel de ruina habría que recurrir a una prospección arqueológica que afectase a toda la nave del templo. Frente a la portada principal se abría un amplio atrio, pavimentado con rústicas losas de arenisca rodena.  


La misma imagen, desde un ángulo ligeramente distinto. Nunca fue un convento rico, el de San Guillermo en Castiel, ni grande. Los cercanos cenobios franciscanos de Teruel o Chelva eran cosa muy distinta.  


Base de la torre campanario, a sudoeste. De nuevo momentos de intervención distintos. Con esos muros, la estructura no pudo ser mucho más alta. 


Portada barroca, con el arco dintel calzado para evitar su derrumbe. Este es el elemento artístico más valioso que hoy por hoy se conserva. Además de la imagen del santo, falta el frontón que coronaba la hornacina, seguramente curvo y de perfil quebrado. 


La iglesia, de cabecera a pies. 


Mismo ángulo, ya desde el interior. He leído que tenía tres naves. Aquí sencillamente no hay espacio en relación a la altura. Una única nave, y no muy ancha. La disposición de capillas a ambos lados evidencia que se fueron incorporando progresivamente, sin un plan unitario. Esta imagen es del 2014, antes de la última intervención. 


Esta es la misma foto, pero de hace unos días. Se han afianzado estructuras comprometidas. 


Restos de estucos y follajes barrocos. Alguno de estos tiene un cierto mérito. También restos de la policromía. Estos vestigios tienen un mal pronóstico si no se los protege de la intemperie. 


Deshaciéndose poco a poco...



Arco de capilla, en el lado del Evangelio (que aquí es orientación este). Hay imágenes no tan antiguas donde este arco aparece completo, con un florido entablamiento barroco sobre él, hoy derrumbado. 


Arco inmediato al anterior. Repárese arriba en el vano original con dovelas de piedra, y en el arco más reciente de ladrillo rebajando la altura. Quizás se modifico para guardar la proporción con los arcos de las vecinas capillas. 




El Convento, desde el este. Aquí estaban el resto de dependencias: casa conventual, dependencias de servicio, corrales... en ningún sitio consta que tuviese claustro. Si lo tuvo, hubo de ser diminuto y quizás no muy regular. Un pequeño y humilde convento de franciscanos.  


En verano, ruinas engullidas por la vegetación


Brocal del aljibe, y abrevaderos. El brocal guarda las improntas del arco metálico de la roldana. 




La fresquera del Convento, al pie de la peña. 


Interior de la fresquera. Aunque la oquedad ha sido reforzada, es natural. No hay que descartar que pudiese ser un eremitorio anterior. 


Entrada al recinto del Convento por el extremo sur. 


Desde el otro lado...


Trasladamos nuestra atención "unos doscientos pasos" hasta las cuevas de la inmediata Peña Rubia, donde se ubicó el eremitorio fundado por San Guillermo hasta la construcción del Convento en 1394. Con seguridad no estamos ante una sola cueva habitada, sino que varias de ellas tuvieron que cumplir esa función. Los eremitas vivían en soledad y únicamente se reunían en la capilla para el capítulo y los cultos comunes. En algunas ocasiones, esta asamblea era diaria, en otras solamente dominical. No hay que descartar que alguna de las cuevas dentro del Barranco Hondo, a los pies del Convento, tuviesen también esa función. Podemos estar aquí ante una comunidad eremítica relativamente importante. 


La cueva que tradicionalmente era señalada por haber sido ocupada por San Guillermo. Tiene dos accesos: uno más complicado (aunque habilitado históricamente) a través de la rampa de la derecha, que crea el corte estratigráfico con un acusado buzamiento; otro desde la izquierda, saltando el pequeño collado. Este segundo es de más fácil acceso desde el Convento. 


La peña y las terrazas justo sobre el Convento. Aquí arriba no solamente hay cuevas y bancales. También restos de rudimentarias construcciones de piedra en seco, desplomadas. 


Porción superior de los bancales. 


Una primera cueva. Hay algún covacho más, ladera arriba. 


Esto no tiene buena pinta. El acceso a la cavidad  ha colapsado por completo a causa de la diaclasa que corta la bóveda. Aún sería posible entrar con mucho cuidado, pero para otra ocasión. A la izquierda del antiguo acceso, una curiosa concavidad en la roca. 


Vista en detalle. Parece haber sido toscamente retocada. Tiene todo el aspecto de una rudimentaria hornacina. 


La segunda cueva, la presunta del Santo. Esta es una perfecta cueva de eremita: aislada, elevada, con un acceso relativamente fácil en su época (complicado por la erosión moderna), bien orientada al sol poniente. 


Restos mínimos de peldaños de argamasa en la rampa de acceso a la cueva. Alguien se tomó aquí algunas molestias, a todas luces los frailes del convento para permitir las visitas a la cueva. Nadie, para otros usos, se toma la molestia de preparar y transportar mortero. 


El moderno canal de la Central, bajo la peña. 


Plataforma de entrada a la cueva. Cómoda, aunque no muy amplia. Un examen detallado parece evidenciar que ha sufrido una erosión acelerada. San Guillermo estaba bastante más ancho. 


La cueva, hacia el interior. No muy grande, pero resguardada y seca. Las marcas de hollín hablan de una ocupación prolongada.


La cueva hacia afuera.


No tengo muy claro qué es esto. Puede ser natural, pero parece almagre. 


Terraza sobre las cuevas. Un soleado mirador...  tiene un fácil acceso desde los bancales sobre el Convento.


Desde la terraza anterior, descendiendo unos metros, saltando la vertiente e introduciéndose por la fisura del fondo, se llega a la cueva del santo. Más fácil que la empinada rampa, hoy desprovista de apoyos. 


La tercera cueva, aguas abajo de la cueva del santo, desde la base de la peña. La subida es muy complicada, y arriba apenas tiene espacio habitable. Salvo que se haya erosionado mucho, no creo que fuese ocupada. 


Boca de la tercera cueva. Incómoda y expuesta. 


El Canal desde la tercera cueva. La rampa de subida es engañosa, por lo peligrosa. No recomiendo a nadie que suba aquí sin material de montaña y convenientemente asegurado. 


Terrazas abajo hacia la Central. 


Este es un curioso vericueto, que se reparó y se acondicionó hace unos años. Desde el camino que discurre del Convento a la Central se descuelga, al principio poco visible, esta antigua senda de bajada a la parte más estrecha del Barranco. Requiere carecer de vértigo y una mínima agilidad, pero es un lugar muy curioso. Recuerda algunas trochas similares en la Alpujarra granadina. Si no está uno dispuesto a enfundarse el traje de neopreno, es la manera más directa de conocer este lugar. 


Fondo del Barranco Hondo, en el que se encajona el Ebrón. Esta foto está tomada durante un descenso de cañón deportivo, y desde este ángulo sería difícil de obtener de otra manera. Al fondo la cascada de 8 metros de altura, que marca el punto más estrecho y umbrío del recorrido.


Las Cascada del Barranco Hondo. La escalera que se ve sobre ella permite bajar a la cabecera desde la senda comentada un par de imágenes más arriba. Allí comenzaban varias tomas históricas de agua, aprovechando el desnivel del salto, para irrigación y servicio de ingenios. 



No puedo resistirme a incluir alguna imagen del fondo del Barranco Hondo, aunque su acceso ya sea puramente deportivo. Desde arriba es difícil imaginarse lo que se esconde aquí abajo. 


Un lugar mágico...



... con unos contrastres irreales de luz y color.

El Barranco Hondo, desde las inmediaciones de la Central, aguas arriba. Casi todo el material de las paredes es travertino, de varias tonalidades. Apenas deja entrever el mundo que se abre abajo. 


Otra senda dentro del corte de barranco, en este caso más asequible que la anterior. Arranca de la Central y asciende la garganta unos cientos de metros a media altura, por la parte final, ya más abierta. Un recorrido bonito y muy agradable, para todos los públicos.


Casilicio con la imagen de San Guillermo, en las afueras del pueblo. 


Las vegas de Castiel, verdor, color, y el eterno rumor del agua. Es una pena que la pérdida de población haya hecho que muchos de estos diminutos minifundios estén perdidos. Aun así marcan un contraste radical con la desnudez de las laderas circundantes. 


Detalle de la roca de Castielfabib, desde el Convento, con los restos de la fortaleza y la torre campanario de la parroquial. 


Iglesia parroquial fortificada de Santa María de los Ángeles, acumulación de obras y estilos a lo largo de los siglos. Un magnífico edificio. Aquí recaló el cuerpo de San Guillermo cuando fue retirado a los frailes. En el campanario, del siglo XIV, luce la Guillermina, que se voltea el Domingo de Resurrección. No voy a explicar aquí el sistema de volteo, pero en Internet hay unos cuantos vídeos. Pusilánimes abstenerse.  



Túnel de la carretera, bajo la peña del Castillo. 



Vista de Castiel desde el Castillo, hacia el oeste. Parte de solana a izquierda y parte de umbría a derecha. Al fondo, los restos de la Torreta (o el Torrejón), la torre albarrana que cerraba el perímetro amurallado. En época islámica, Castiel probablemente se extendía también por los vertiginosos terraplenes al este del castillo. En cualquier caso un urbanismo más que accidentado. Un detalle: en la plaza están plantados los Chopos de Pascua, una ancestral tradición del Rincón de Ademuz. 




Muros de la fortaleza, hacia el oeste, con la iglesia de fondo.



Restos del castillo de Castielfabib, hacia el este. Básicamente obra califal del siglo X, aunque luego sufrió una amplia secuencia de modificaciones. Por aquí también estuvo el célebre August Karl von Goeben, como jovencísimo ingeniero al servicio de la causa del Pretendiente, en la primera carlistada. Como en otros lugares, von Goeben transformó la fortificación medieval para convertirla en un reducto capaz de soportar un asedio con artillería de sitio. Recuperada la fortaleza por las tropas liberales, fue hecha saltar por los aires, aunque aquí la destrucción no fue tan completa como en otros castillos del interior valenciano (como Alpuente, el Poyo o la Torre de Castro, en Chelva) y quedan importantes restos.  



Plano topográfico y de defensas de Castiel, año 1840, levantado por las tropas liberales ("constitucionales" según el plano), seguramente durante la expugnación de la localidad, baluarte carlista. En las escenas de la derecha se aprecian vista en perspectiva y plano del Castillo (con la iglesia anexa) y de La Torreta, completos, aunque con las modificaciones de Von Goeben. Repárese en la considerable altura que tenía la torre albarrana de Castiel y en su planta, hexagonal. Por el contrario el Convento apenas aparece esbozado en el plano (de índole puramente militar) y no se incluye un dibujo en alzado, que sería de un enorme valor al estar todavía completo y apenas deteriorado, pese a su conversión en hospital de sangre durante el conflicto. 



Campanario de la iglesia, desde la terraza superior del castillo. 




Detalle del campanario. 




El Carrerón, calle cubierta que daba acceso a la iglesia y a la fortaleza. Al fondo, la Puerta de la Reja, acceso al corredor. 




Puerta de la Reja desde el interior, con las ranguas todavía en su lugar. La hornacina es, según la tradición, aquella en la que se encontraba la Virgen de la Zarza, antes de sus dos traslados milagrosos a la villa de Cañete. 


Vega del río Ebrón, hacia el norte de Castielfabib. Al fondo se distingue la pequeña población de El Cuervo, ya provincia de Teruel, bajo el promontorio en el que se levantó su castillo, uno de los tomados por Pedro II de Aragón en 1210. Aguas arriba, el valle termina en los tremendos estrechos que labra el río Ebrón, y que son parcialmente visitables mediante pasarelas aéreas. 

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