El Castillo




En la Mancha de Cuenca hubo muchos castillos, pero solo uno fue El Castillo. Sus gentes nunca lo llamaron de otra manera, sino El Castillo. Fue el solar del apellido Castillo, por supuesto a secas, linaje de judíos conversos con ínfulas de terratenientes e hidalgos, que dieron desde relajados por la Inquisición hasta algún santo de la Católica Religión. Al Castillo intentaron apellidarlo muchas veces, como si el nombre a palo seco no tuviese la suficiente prosapia, abolengo y caché, cuando era justamente lo contrario. Así, fue el Castillo de Don Juan, de Don Fernando y hasta de Doña Juana Despina, aunque de todos los remoquetes que quisieron darle el único que prosperó, bien que a trancas y a barrancas, fue el de Garcimuñoz.

El Castillo se levantó sobre cruce de caminos, de este a oeste y de norte a sur, encrucijada en la inmensidad manchega. Sus orígenes son con seguridad muy anteriores a los siglos medievales, en torno a los cerros de San Juan y de la Raposilla. Desde sus torres se divisan al menos dos lugares llenos de magia: el extraño cerrillo de Los Dornajos, donde no se sabe quién veneró a no se sabe qué; y el Pozo Airón, donde cuenta la leyenda que el viejo sátiro de Don Bueso, antes de salir trasquilado, arrojó a las veinticuatro doncellas. Airon, Airan, Aran… desde la Fuente Redonda hasta Ceathair Aluinn, aguas que curan y aguas que son conector de los mundos divino y humano, puerta a la que se enviaban mensajeras apenas núbiles para interceder por su pueblo ante los tronos de Belenos y Taranis. Estas tierras de la Mancha Alta de Cuenca son pródigas en lugares llenos de misterio.

En los tiempos de la morisma agarena, probablemente El Castillo fue el in Banī Ŷamīl que el geógrafo al-Idrīsī (el Clemente sea con él) cita en el itinerario de Chinchilla a Toledo de su Uns al-Muhaŷ. Más que nada porque no hay muchas otras opciones. Estos Banu Ŷamīl, de los que no se sabe casi nada aparte de que no necesitaban abuela ("Ŷamīl" significa literalmente "guapetón"), quizás fuesen un linaje clientelar de los Dhū-l-Nūn (su castillo formaba parte del viejo alfoz islámico de Uclés), acogotados durante la dominación califal y vueltos por sus fueros tras la Fitna, esto es, a participar con entusiasmo en el absoluto caos del Al-Andalus taifal. Se ha apuntado, rastreando la toponimia, que sus dominios podrían abarcar el inmediato lugar de La Almarcha (al-marŷ amal, el prado o la vega de Hamal) y el despoblado de Belvis en el actual término de La Parrilla, conocido antes como Borjafamel (la torre de Famel). Es mucho más dudoso que su dominación se extendiese al este hasta Chumillas, como ha apuntado algún otro autor, y al oeste hasta la Torre del Monje, aunque de la Lid de la Fuente del Pez hablaremos otro día.

El Castillo entró en la historia en el verano del año 1172, y lo hizo por la puerta grande: con sarracina como Dios manda. Por aquel entonces acertó a pasar por allí el enorme ejercito del miramamolín Yūsuf al-Mū'min, con la suerte (buena o mala, según se mire) de toparse una fortaleza habitada por cristianos: "cayó sobre ellos, los algazuó, exterminó a los hombres, cautivó a las mujeres y a los niños, demolió la fortaleza y la yermó, devastándola completamente y dejando desierto el lugar". Todo políticamente muy incorrecto, a decir de hoy en día, pero también hay que entender que el pobre califa venía con cierto resquemor a causa del remojón que Santa Justa y Santa Rufina le habían propinado en Huete, así que la pagó con los primeros desgraciados que encontró.

Es muy reveladora, eso sí, la presencia de una fortaleza en manos de cristianos (y repoblada por más señas) a doce leguas al sur de Cuenca, ciudad que continuaba (bien que por los pelos ya) en manos musulmanas. Aquí encontramos lo mismo que ya había pasado en las Alcarrias de Alvar Fáñez, el que fincó en Zorita, y también lo que habría de ocurrir en la frontera con la Valencia islámica unas décadas después: la infiltración en tierra de moros, incluso con presura y colonización, de contingentes a cargo de capitanes de frontera y cabalgadores que operaban de forma independiente, ajenos a las grandes campañas regias. Vamos a quedarnos con las ganas, me temo, de saber qué pasó con los propietarios musulmanes originales, y también quién fue el primer y audaz poblador del Castillo, que fue ensanchando Castilla al paso de su caballo.

Del Garci Muñoz que lo apellida sí que se puede saber algo más, y sería un bonito trabajo de investigación tirar de este hilo. Tengo pocas dudas de que es un García Muñoz de Finojosa, del linaje de Munio Sánchez de Finojosa, esforzado y galante caballero, que cuenta la leyenda que feneció en combate contra los sarracenos cerca de Uclés en el año de 1106, y peregrinó a Jerusalén después de muerto ya que no pudo hacerlo en vida. Munio fue el padre de Miguel Muñoz el Ricohombre, desposado con Sancha de Hinestrillas. La familia, de gran peso e influencia en la frontera soriana y riojana, estaba emparentada con los Azagra de Albarracín y con el arzobispo toledano Rodrigo Jiménez de Rada. Lo de Finojosa por la aldea de La Hinojosa, en Soria, primera posesión del linaje, que luego tuvo Deza, Ucero, Almenar y otros lugares. La pega es que Garcimuñoces de Finojosa hay al menos dos: uno durante el reinado de Alfonso VIII, otro bajo el de Fernando III. También que el árbol genealógico de la familia (que además es tremendamente prolífica y extensa) tiene importantes lagunas.

En toda la colección diplomática de Alfonso VIII, el primer García Muñoz quizás aparece de quiñonero de la aldea de Embid en 1167 (muy dudoso). Luego, si es el mismo personaje, figura en dos ocasiones más, ambas de una gran trascendencia: es uno de los firmantes del Tratado de Cazorla con Aragón (marzo de 1179); y también del acuerdo fronterizo con Navarra, de abril de ese año. Solamente vuelve a aparecer una vez más en la documentación de cancillería de Alfonso VIII, que le dona en julio de ese mismo 1179 el lugarejo de Bañuelos (o Bajuelos) en Soria, hoy despoblado. Así que no podemos hablar de un áulico, y parece claro lo que ha sido: uno de los miembros de la delegación negociadora de ambos pactos, los dos de una enorme importancia en el contexto de la época. Y lo ha sido por la amplia red de relaciones familiares, clientelares y económicas que tiene la familia a todas las bandas de las fronteras orientales de Castilla. Así que parece lógico pensar en una donación regia a cuenta de las gestiones, que incluiría con seguridad el lugar citado en Soria, y probablemente el viejo castillo de los Banī Ŷamīl en la Mancha conquense. Sobre todo cuando el rey Alfonso, tras la conquista de Cuenca, está entregando a sus magnates amplios predios yermos hacia el este y hacia el sur, con la doble finalidad de otorgar mercedes por un lado, y por otro consolidar la frontera incitando a sus nobles a presar las tierras desiertas y traer colonos. En esta dinámica, el primogénito de Miguel y Sancha, Nuño Sánchez de Finojosa, recibió el lugar de Albaladejo en tierras conquenses, que luego cederá al Monasterio de Santa María de Huerta, panteón familiar, donde era abad su hermano y el santo de la familia, San Martín de Finojosa. Nuño casó con Marquesa, la hermana de Diego López de Haro, segundo de ese nombre, que fundaría el señorío manchego de Haro, limítrofe con el Castillo. Precisamente creo que Nuño quizás pueda ser el padre del primer García Muñoz, pues tuvo con Marquesa la friolera de diecisiete churumbeles, de los cuales la mitad larga están muy mal documentados. El papelote de donación de la aldea soriana de 1179 cita también a su mujer, otra Sancha, nombre habitual en el árbol genealógico familiar.

Del segundo García Muñoz tampoco se sabe mucho: es nieto de Nuño Sánchez (bisnieto pues de Miguel Muñoz y Sancha de Hinestrillas), participó en las campañas de Córdoba y Sevilla, la diñó en 1256, y se enterró en Huerta junto con un hermano, Martín, que fallece a la vez, lo que apunta a una muerte violenta de ambos. Uno u otro, Navas de Tolosa antes o después, tuvo que ser nuestro Garcimuñoz del Castillo, con más probabilidad el primero que el segundo, a mi entender. No deja de ser curioso como dos aldeas del Castillo fueron desde el principio Ucero, y La Hinojosa.

El Castillo aparece en las fuentes en 1240 como El Castriello, y en 1285 ya como el Castillo de Garcimuñoz. Vista la oscuridad documental, perfectamente podría haberse llamado así ya un siglo antes. Ya no tiene señor, que ha hecho mutis por el foro (lo que apunta a una población antes de la de Alarcos) y sí un concejo aguerrido y peleón que lleva años dando cera a todo el vecindario de los contornos, amén de resistirse como gato tripa arriba a ser integrado en la tierra de Alarcón. Claro que tenía su miga que después de pasar abandonados lo peor del periodo de frontera, en cuanto venían las vacas gordas aparecieran jurisdicciones por todas partes. Así que, frente a la caballería guisada de Alarcón, infantería parda castillera. Este uso de la fuerza desmedido (y a menudo contra derecho) va a ser una tradición secular de las gentes del Castillo desde el siglo XIII hasta el XVII, que primero arramblaban con todo y luego hablaban de pleitos y leyes.

Población irascible era el Castillo, decimos. Y socialmente muy uniforme, pues fue lugar de pecheros villanos y no de hidalgos, que hubo pocos, llegaron tarde y encima sospechosos. Esta igualdad social, unida a un marco legal muy abierto y a su excelente ubicación geográfica, propiciaron un despegue comercial y económico que ya a mediados del siglo XIII tenía que ser muy visible. Alfonso X otorgó mercado al Castillo para mofa y befa de Alarcón y, aunque poco a poco sus gentes fueron constreñidas para integrarse en la comunidad y tierra de la villa del Júcar, siempre fue a regañadientes y aguardando mejor ocasión.

Para meter en cintura a tales vasallos, menester era gran señor. Y gran señor tuvieron, el más grande su época: el príncipe Don Juan Manuel, nieto de reyes, abuelo de reyes, yerno y suegro de reyes, eximio literato, magnífico gobernante, gallina en el campo de batalla, demonio de hombre, tierno marido y padre, terror de la fauna silvestre, intrigante nato y carente de escrúpulos por más señas. Ahí es nada, el poliédrico e inagotable Don Juan Manuel. Después de perder su Señorío de Villena alicantino a mano de Jaime II de Aragón (su futuro suegro, por cierto) tanto dio la tabarra en la corte de Castilla (durante la regencia de María de Molina), que obtuvo la tierra de Alarcón en préstamo provisional (tururú) como compensación, aunque era mucho más lo compensado que lo perdido. No tardó ni medio suspiro en traer a sus alarifes mudéjares y atiborrar sus nuevos dominios de sus alcázares de yeso, que se levantaban a una velocidad pasmosa (la argamasa tarda en fraguar, el yeso no), evidenciando que la posesión efectiva es el verdadero derecho. La capital del nuevo y refundado Señorío de Villena tendría que haber sido Alarcón, pero he aquí que la localidad no gustaba a Don Juan Manuel. Primero, por la hidalguía, chulería y gracia torera de sus habitantes, que llevaban a mal traer lo de pasar a señorío siendo villa de realengo. Después, porque si a Alarcón se entra mal, todavía se sale peor, y así se cazan las liebres, que dijo el Papa Juan.

Así que Don Juan Manuel se fijó en cierto lugar en cruce de caminos, con buenas vistas y galanos aires, cerca además de amenos y surtidos cotos de caza que pronto se dedicó a diezmar, pues en 1298 ya estaba por allí. El lugar además era ya próspero, poblado de villanos emprendedores y no de noblecillos arrogantes, que ya estaba harto de tirar tanto privilegio a las chimeneas. Así que en el Castillo hizo cabeza de su estado de Villena para regocijo de sus habitantes, que se les daba un ardite tener señor si con eso podían restregarle la capitalidad por los hocicos a todas las villas de tan amplio dominio. Alarcón, Villena y Chinchilla siempre llevaron muy mal la preeminencia del Castillo, y no perdían ocasión de hacerlo ver. Sobre todo la potente Chinchilla, que consiguió crear un Partido del Sur en el Señorío, frente al Castillo, que encabezó el Partido del Norte, en tierras de Cuenca.

Los años de Don Juan Manuel fueron la época dorada del Castillo. El magnate pasó largas temporadas allí, allí llevó a su segunda esposa, la infanta Constanza, tras su matrimonio en 1311; allí, "en el mio Castiello", crió a su prole y guardó sus dineros a cargo de su almojarife, el judío Salomón, que hay quien dice que inspiró al Patronio de El Conde Lucanor. La concesión del Fuero de las Leyes, con grandes ventajas a pecheros y caballeros villanos, garantizó la paz social y la tranquilidad que requería el desarrollo del comercio. Don Juan se dedicó a hacer prosperar su señorío manchego, fundando nuevas aldeas y villas, construyendo puentes y reparando caminos. En el Castillo, que no paraba de aumentar su vecindario, se establecieron una nutrida morería y una potente aljama judía, tan agresiva que pronto tuvo en trampas y bancarrotas a media comarca. El nombramiento de villa, con amplios términos, llegaría en 1322, desgajando al Castillo del alfoz de Alarcón. En la nueva villa florecieron los obrajes y las artesanías, legítimas o fraudulentas. Don Juan Manuel también habría de poner en marcha un nuevo y ambicioso programa urbanístico, hasta tal punto que se puede decir que casi toda la población que vemos hoy es obra suya.

El núcleo fundacional del Castillo fue sin duda el cerro de San Juan, en cuya cumbre se levantó la primera fortaleza y en cuyas faldas se apretujó el primer villorrio, seguramente en las laderas al sur, como es costumbre, hoy completamente vacías de edificaciones. Las alturas inmediatas también estuvieron densamente pobladas, así que es posible que el primer crecimiento de la localidad se dirigiese hacia allí, buscando todavía la seguridad de la elevación. Por el contrario, la nueva villa manuelina creció hacia el norte, despreocupada, protegida por una sólida muralla con cinco puertas, estructurada en torno a la calle Corredera, una de las vías urbanas más hermosas de toda la Mancha, que se delineó entre el alarde gótico mudéjar del Convento de San Agustín, fundado en 1326, y el nuevo castillo, el "alcazar de ieso", que es el que descubrieron hace años las excavaciones bajo la fortaleza actual, que como veremos es obra posterior, de la segunda mitad del siglo XV. El viejo cerro de San Juan apenas tenía espacio, y además se quedaba en la parte más baja del pueblo: no era cuestión de que el noble estuviese por debajo de sus vasallos, ni siquiera topográficamente. El nuevo castillo de Don Juan Manuel, levantado a partir de 1305, tuvo que ser curioso de contemplar: más extenso que el actual, no muy alto, de planta irregular, festoneado de cubos cuadrados. Encalado y policromado como era usual, seguramente tendría un encantador aire a casba moruna, dotada (eso sí) de las mayores comodidades de la época, como correspondía a palacio de personaje tan principal. No era muy fuerte, ni falta que le hacía a Don Juan en su villa del Castillo. Cuando Alfonso de Aragón, el protomarqués de Villena, tomó posesión de él años después, lo primero que hizo fue reforzarlo con una sólida barbacana. El sí que no podía fiarse de nadie.

Los años de Don Juan Manuel en el Castillo vieron acontecimientos gozosos, pero no fueron todos de paz, ni de alegría. El noble, conspirador, felón e inquieto, no salía de una y se metía en otra, soliviantando toda la alta política de Castilla, Aragón, Navarra y Granada. En el Castillo murió su esposa, la infanta Constanza, en 1327, después de pedir médicos a su padre el rey Jaime. Ese mismo año, también en Garcimuñoz, Don Juan se enteró de que el rey Alfonso XI repudiaba a su hija, la otra Constanza, con la que se había casado en una magistral jugada política de su padre el año anterior. La desdichada Constanza Manuel murió de pena y melancolía en el Castillo años después, en 1345, víctima de décadas de tejemanejes políticos de un padre que la adoraba, y que fue a la guerra con su rey por ella, lanzando al combate al Señorío de Villena entero. Desde el Castillo, convertido en uno de los centros neurálgicos de la alta política de Castilla, volaban las cartas de Don Juan Manuel, componiendo y rasgando, uniendo y cortando… Casó a su otra hija, Juana Manuel, con el bastardo Enrique de Trastamara, en un movimiento de avance de peón que al final fue jaque mate, porque contra todo pronóstico acabó de reina de Castilla. Preparó cuidadosamente la sucesión en la figura de su hijo, Fernando Manuel. Entregó su alma al Criador en 1348, a los 66 de su edad, seguramente a cuenta de la gran pandemia de peste. Aunque se ha dicho que murió en Córdoba en la primavera de ese año, la última carta la firma en Garcimuñoz a mediados de octubre, así que no se puede descartar que muriese en el Castillo. En su Castillo.

Lo que siguió fueron años de desastres, guerras y debacles, mientras el Señorío de Villena se zarandeaba como nave en la tempestad. Primero, las esperanzas truncadas en Fernando Manuel, que morirá en 1350 también de peste. Siguió la tragedia de la niña Blanca Manuel, separada de su madre y llevada a Sevilla por un rey demente que la hará matar para hacer retornar el Señorío a la Corona. Luego llegaría la guerra civil entre Pedro y Enrique, con la victoria de este último, casado con la última de los Manuel. Pero su marido no le retornará el Señorío, sino que tendrá que entregarlo en calidad de marquesado, una de tantas mercedes, a su partidario el aventurero Alonso de Aragón, que venía carcomido de deudas y que se convirtió en una auténtica sanguijuela. Al menos el nuevo marqués se hizo también con Cofrentes y con Gandía, y organizó un comercio absolutamente mafioso con el Reino de Valencia que para localidades como el Castillo (que nunca pecó de tiquismiquis) resultó hasta beneficioso, con ceca de moneda falsa incluida y otras menudencias.

También al Castillo tuvo que llegar el pogromo de 1391, y de repente la judería se desvaneció. En los años siguientes empezaron a aparecer una serie de familias, hidalgas a golpe de falsificar ejecutorias, árboles genealógicos y hasta lápidas en iglesias, que comenzaron un rápido proceso de promoción social mediante la consecución de cargos de poder en el gobierno local, para de ahí pasar a la adquisición de tierras y a la fundación de mayorazgos, sin olvidar la casona con piedra armera en la Corredera. Aquello olía a azufre por los cuatro costados, y en el siglo siguiente los inquisidores del Santo Oficio tuvieron tanta faena en el Castillo que acabaron por ponerle el sambenito de Garcijudea. Pero ya en fecha tan temprana como 1395 dos miembros de la familia Castillo gestionaban desde Garcimuñoz la vuelta del Señorío de Villena a la Corona y la expulsión de Alfonso de Aragón, "marques que solia ser de Villena". He aquí a la antigua élite mercantil y financiera hebrea, ahora conversa y fiel aliada de la Corona.

Cuando la cosa parecía que no podría empeorar, resultó que la primera mitad del siglo XV fue de absoluto espanto: señor tras señor, retornos al realengo, interferencias aragonesas y navarras, los años de Álvaro de Luna y los Infantes de Aragón… Como símbolo de lo que ocurría, en Garcimuñoz el viejo alcázar de los Manuel se caía a pedazos, mientras que las murallas se reforzaban con corachas, fosos y albacaras y la tropa castillera tenía que salir una y otra vez a ejercer las oportunas violencias, que hasta el más tonto hacía bolillos aprovechando el caos. El estado de Villena se deshilachaba entre inestabilidad y pendencias interminables, mientras que en pueblos y villas se añoraban los tiempos de Don Juan Manuel. Y en esas desembarcó Don Juan Pacheco.

El segundo Don Juan hizo bueno al primero, voto a bríos: artero, taimado, ladino, traidor, amoral, impío, con un ansia de medrar a toda prueba… ese era Don Juan Pacheco, que reunía en su persona todo lo peor de Don Juan Manuel y de Don Álvaro de Luna, pero nada de lo bueno. Alonso de Palencia decía de él que era "hombre maléfico". Otra antigua familia de conversos, portuguesa en este caso. En el país vecino ya había conseguido el ascenso social (señores de Ferreira y otros lugares) hasta que cometieron un terrible error y apoyaron el partido de Juan I de Castilla. La derrota de Aljubarrota, donde los arqueros ingleses pusieron a la caballería castellana como el alfiletero de un sastre, los hizo huir, descompuestos y arruinados. En la villa de Belmonte, que aún no era lo que llegó a ser, dos generaciones de Pachecos languidecieron y se lamieron las heridas, hasta que Don Juan se aupó en la Corte, con el ave fénix como bicha heráldica y "Una Sin Par" como lema (la fama, claro, aunque si buena o mala es cosa distinta). Don Juan Pacheco, nacido en el alcázar de yeso de Belmonte en 1419, se hizo con el Señorío de Villena sistemáticamente, reuniendo villas y lugares y esgrimiendo promesas de pacificación y respeto de los antiguos fueros. Paz hubo, respeto ninguno, porque la rapacidad fiscal del nuevo señor se puso de manifiesto desde el primer momento, agravada por una corrupción descontrolada y un nepotismo feroz, afianzados por la represión brutal de cualquier intento de disidencia. En 1445 es nombrado marqués de Villena y entró en la leyenda, aunque ya Alonso de Aragón había tenido el título, como vimos. Pero solamente uno va a ser el Marqués de Villena, con mayúscula.

Don Juan Pacheco trasladará la capital del Marquesado a Belmonte, su villa natal, donde se lanzará a una espiral de construcciones para hacerla digna del poder de su señor y de su nuevo estatus de cabeza de sus dominios. Garcimuñoz vio perder su capitalidad, pero no era el momento de rebullir, visto como se las gastaba el señorito. Como había hecho Don Juan Manuel, el Pacheco acometerá una reconstrucción sistemática de fortificaciones para consolidar su poder, en un momento en que la poliorcética está cambiando a toda velocidad por la necesidad de adaptarse a las armas de fuego, a las "bombardas gruesas" que arrasaban las antiguas defensas en cuestión de días. Chinchilla, Jumilla, Almansa, Jorquera, Alcalá del Río, Belmonte…estallarán en una eclosión de nuevas y maravillosas fortalezas, y al Castillo, valga la redundancia, le tocará nuevo castillo. Cómo no.

La tercera y definitiva fortaleza, la que podemos ver hoy en día, se levantó sobre el alcázar de Don Juan Manuel, derribado para tal fin. Es más pequeña que el viejo palacio manuelino, pero mucho más fuerte. Las obras comenzaron en 1458 a cargo del maestro toledano Martín Sánchez Bonifacio, que venía de levantar la Torre Blanca de Jorquera. Ya no se hablará más de alcázar, sino solo de Fortaleza. La construcción ya tenía que estar muy avanzada o terminada en 1468, año en que ya tenía alcaide residente y seguramente guarnición. Para el enorme volumen de obra que tuvo (mucho más de lo que hoy se conserva), el ritmo de construcción tuvo que muy rápido. La población se vio inmersa en un vendaval de gastos que comprometieron seriamente su economía, hasta el extremo que el marqués ordenó que no se permitiese a nadie marcharse del lugar, y los que ya se habían ido que fuesen obligados a volver. Ahora muchos añoraban, no ya los años de Don Juan Manuel, sino incluso hasta los de Alonso de Aragón, que al menos era caótico en sus exacciones y permitía respirar. Don Juan Pacheco apretaba sin dejar resquicios, y ahogaba.

Quedó una fortaleza magnífica, de sencilla planta cuadrangular, ligeramente irregular, de unos 45 metros de lado. Presenta muros de gran grosor, con escarpa y cuatro grandes torres cantoneras cilíndricas, de las cuales una de ellas, la noreste, es de diámetro doblado y servía de machón, protegiendo un recinto esquinero de acceso con una primorosa portada bajo buharda con rastrillo. En alzado la fortaleza tenía cuatro alturas, de las cuales la superior (la que ha desaparecido) era muy hermosa, con garitones saledizos, corseras de matacanes, troneras de cruz y orbe, y decorativos merlones. Ello, y la profusión de ventanales tabuqueros en las plantas intermedias, apuntan a que la vocación de la nueva fortaleza no era únicamente militar, y que se proveyó de ciertas comodidades residenciales. No ha quedado nada tampoco (o al menos nada visible) de la barbacana exterior que sin duda llegó a tener, ni de la cava. Tampoco del patio de armas columnado, al interior, ni de ninguna de las dependencias interiores en las cuatro crujías, exceptuando los pequeños espacios dentro de las torres. Una vez finalizada, la mole rotunda del nuevo castillo se alzó amenazadora sobre el caserío de la villa, dejando bien a las claras los nuevos tiempos que corrían.

El poder omnímodo, no obstante, no suele durar mucho. En un siglo XV que fue de luchas y calamidades, todavía habría de llegar la peor: la tremenda guerra civil que reventó el Marquesado de Villena entre 1476 y 1480, guerra chica de la guerra grande que fue la de Sucesión Castellana, y en la que Diego López Pacheco, el segundo marqués de Villena, hombre de honor, cortés y valiente, se dejó atrapar como pánfilo e insensato, extremo que a la culebra ponzoñosa que fue su padre nunca le hubiese ocurrido.

Poblaciones exprimidas y agotadas que se alzaban por los Reyes Católicos, buscando el retorno al realengo y de paso el villazgo, pueblos en llamas, feroces guerras de aldea entre vecinos enfrentados, entre "sebosos" y "almagrados"; brutales represalias de unos y otros que enmascaraban (como casi siempre en estos casos) sórdidas venganzas personales; robos y saqueos gratuitos, traiciones y cambios de bando, matanzas de conversos aprovechando el río revuelto, el terror en los caminos, la caballería de Alarcón corriendo por doquier la tierra, como fuego en el trigo… y un marqués que veía como sus estados se diluían dejando en su poder solamente los grandes castillos, donde un puñado de capitanes fieles a toda costa (e incluso alguna capitana, como la indómita Beatriz Fernández) resistían prolongando una agonía tan soberbia como estéril. En el Castillo se encerró el célebre Pedro de Baeza, el mejor de los hombres del marqués, que en cinco meses no se quitó la armadura ni un solo día de lo achuchado que llegó a estar, lo que no quita que no tuviese tiempo para tres o cuatro escabechinas, quemar un par de pueblos, rechazar sobornos de los Reyes y dar chicharrón al pobre de Jorge Manrique en una celada, uniendo para siempre al Castillo con la ensoñación manriqueña.

              "¡Oh, mundo! Pues que nos matas,                          
               fuera la vida que diste                     
               toda vida;                            
               mas según acá nos tratas,                             
               lo mejor y menos triste                    
               es la partida                       
                   de tu vida, tan cubierta                
               de tristezas, y dolores                      
               muy poblada;                     
               de los bienes tan desierta,                             
               de placeres y dulzores                    
               despojada".        

Pedro de Baena también encontró tiempo, salvajada entre tanta atrocidad, para perpetrar la brutal represalia de los hermanos Talaya: sobre los muros de El Castillo, el hermano mozo cambió su vida por la de su hermano mayor, en un episodio terrible que trascendió el tiempo, pasó a los romances y en toda la Mancha quedó como arquetipo de amor fraternal.

Después de la contienda, El Castillo se vio atrapado en un Marquesado que era de Villena pero sin serlo, en plena decadencia. A pesar de haber mantenido su término y la mayor parte del vecindario en el conflicto (todavía tenía más de tres mil habitantes a principios del siglo XVI), las semillas de la decadencia estaban sembradas. San Clemente es el nuevo centro de poder comarcal, y le sorbe las gentes. La Inquisición se ceba con su burguesía financiera y comercial. Su mercado y sus obrajes rápidamente languidecen. El marqués, mutilado de cuerpo y alma, hace vida de corte en Escalona y ya no aparece por sus tierras manchegas. Sus descendientes, acaparadores de rentas y títulos, se tornan en simples carroñeros y jamás harán una labor de verdadero gobierno para sacar a sus dominios del progresivo marasmo, acentuado por la vitalidad de las nuevas villas, que resucitan viejos pleitos por lindes y pastos.

La pérdida de población y actividad económica a su vez provocaron los inevitables movimientos centrífugos de sus aldeas, contestados por los vecinos del Castillo con una ferocidad que recordaba los tiempos medievales. Demasiado bien sabían que con cada jirón de término que se emancipaba la pujanza de antaño desaparecía para no volver. Poblaciones que eran de su alfoz histórico, como Pinarejo, pagaron cara su emancipación del Castillo. Para el inmediato lugar de La Almarcha, eximirse fue una auténtica pesadilla que se prolongó entre 1672 y 1752, incluidos dos asaltos a la población a cargo de las autoridades y gentes del Castillo. Al final hubo que tirar de patíbulo para que los vecinos de Garcimuñoz cejasen en su empeño y permitieran el villazgo de La Almarcha. Una vez villa, llegó la típica y socorrida bronca por los mojones, que se ha prolongado hasta el siglo XX. Todavía hoy, el pequeño predio de Monte Ardal es una isla castillera dentro del término de La Almarcha. 

El declive no obstante será lento, y al Castillo se le fueron cayendo poco a poco casas, calles, barrios, muros y torres. Más tarde llegarían otros invasores y guerras. Las desamortizaciones acabaron con sus dos conventos, sobre todo con la vieja fundación manuelina de San Agustín, que guardaba obras de arte inestimables. También con el Hospital de la Concepción. Luego llegó la pesada losa de la ruralidad y la incuria. Poco a poco, el Castillo se fue convirtiendo en un pequeño y tranquilo 'rotten borough', un burgo podrido, como tantos otros en la vieja Castilla que fueron prósperos y orgullosos y hoy son la pálida sombra de lo que fueron. En la actualidad la localidad tiene 145 habitantes y los ecos de un pasado demasiado pesado que aún recorren sus calles. Bonitas calles, por cierto. Llenas de encantadores rincones llenos de historia, para pasear sin prisa. 

Queda hablar del triste destino de la Fortaleza. El año 1654 se desmoronó la iglesia de San Juan Bautista. Era una iglesia relativamente nueva, levantada en el cerro homónimo, solar del castillo original. Con anterioridad había existido una iglesia de San Juan Viejo y algún otro templo, como San Cristóbal, que ya habían desaparecido. Quedaba todavía en pie la iglesia de Santa María Inmaculada, capilla del Hospital de la Concepción, que había sido la vieja sinagoga de la villa y era de pequeño tamaño. La ruina de San Juan, según parece, vino dada por un corrimiento de cimientos, en el áspero lugar en el que estaba construida.

En plena crisis del siglo XVII, con una economía depauperada, al concejo no se le ocurrió otra que meter la iglesia dentro de la fortaleza, y así ahorrarse tres de las cuatro paredes, y el acarreo de material. Todo el asunto fue una monumental chapuza que habría de prolongarse medio siglo. Al señor duque de Escalona, cuando se lo propusieron, le faltó tiempo para dar sus parabienes, ya que el castillo era una de las muchas patatas calientes que tenía que mantener en pueblos de los que ya solo sabía por sus administradores de rentas. Vender el castillo menoscababa su reputación, pero cederlo para templo no suponía desdoro de la honra, y un muerto menos. En 1663 se comenzó la obra, que se hizo desmontando crujías, columnata del patio y todo el piso alto de la fortaleza, que sirvió de cantera de la nueva iglesia de se levantaba, en un disparate que hoy en día se nos revela inconcebible. Por si fuera poco, la obra se hizo mal: los pilares se quebraron, y un intento de cargarlos a cargo de un nuevo maestro hizo que todo lo construido se viniese a tierra de golpe el 18 de marzo de 1673. El artista acabó en la cárcel del concejo, y durante 25 años las obras se estancaron. Hubo que esperar hasta 1703 para que la fábrica volviese a comenzar en serio, a cargo del maestro Pedro Ruiz, dándose por finalizada en 1707. Quedó una larga iglesia de una sola nave, limpia de volúmenes, austera y sólida, cubierta por bóveda de cañón con lunetos entre arcos fajones, con cúpula en el crucero, perfecto producto del barroco rural conquense. El grosor del muro del antiguo castillo es tal que pudo simularse el brazo derecho del transepto ahuecándolo. Años después, en 1776, José Martín de Aldehuela coronaría una de las antiguas torres con el sencillo campanario.

El resto del castillo se utilizó como camposanto entre 1834 y 1976, rellenando con el paso de los años cualquier hueco para encajar sepulcros, incluidas las estupendas ventanas con cortejadores. El año 1958 Carlos Saura filmó en el cementerio del Castillo de Garcimuñoz un reportaje de aquellos que ponen los pelos como escarpias, exponente de la tremenda desolación en la que había caído el recinto.

Y así hasta nuestros días. Ahora el Castillo (Io que queda) es visitable, con horarios y reglamentaria entrada, como tiene que ser. Sus restos bien merecen la pena, comenzando por su estupenda portada. Está acondicionado para eventos y actos culturales. El Ayuntamiento, según sus posibilidades, está decidido a llevar a cabo todas las actividades culturales que pueda, pretensión que en pueblos de este tamaño es cosa de especial mérito. Hace unos días que la gestión la llevan unos compañeros, que no me cabe duda que harán un buen trabajo.

De la naturaleza de la última rehabilitación de la fortaleza (de alguna manera hay que llamarla) no voy a hablar aquí. Qué voy a decir que no hayan dicho Ministerios de Cultura, comisiones de Patrimonio, tanto prócer de las Bellas Artes y tanto gurú posmoderno de la arquitectura (con minúscula). Tampoco voy a incluir imágenes, van a disculparme vuesas mercedes. La razón puede parecer pintoresca: a la distinguida clientela que he llevado allí (bien poca todavía, mea culpa) observo con estupor que no le da por indignarse como sería de esperar, sino por reírse. Se ríen. Y es puro pitorreo, oiga. Y es que el asunto es tan trágico que resulta cómico. Y uno (que ya se va metiendo en ciertos años además) empieza a acordarse de la pequeña fortaleza aquella arrasada por los almohades, de Don Juan Manuel escribiendo entre estos muros el Libro de los Ejemplos a la vera del viejo Salomón, de Doña Constanza muriendo aquí mismo de pena, de Jorge Manrique herido de muerte, del joven Talaya degollado en ese adarve de ahí arriba para salvar a su hermano... y las chanzas a cuenta de las tapas de alcantarilla y los carapuchetes de peluquería fashion me ponen de una leche mala, porque se ha convertido algo digno de respeto en una bufonada, que además compromete seriamente su viabilidad turística, porque el respetable quiere lo que se ha hecho en Belmonte, no esto. Y es el que paga, por cierto. Pero sobre todo porque la noble villa del Castillo, hidalga y pechera, combativa que fue, ahíta de historia, no se merece esto. Vaya que si no se lo merece. Chinchilla se tenía que llamar, no falla. Vale.





Portada de la fortaleza. Buharda con elementos gótico flamígeros.




Vista de la población desde la fortaleza, hacia el sur.


Nave de la iglesia en el interior de la fortaleza.


Detalle de la portada. Es curioso que la corone el escudo real. 


Ventanas tabuqueras en el muro occidental de la fortaleza.




La Virgen de las Angustias, Patrona del Castillo. 










Portada de la antigua iglesia de San Juan






La Fuente de Abajo. En el interior, el largo pasadizo de la canalización es uno de los mayores atractivos de la población. Esperemos que a no mucho tardar sea accesible a las visitas. 




Restos del alcázar manuelino (principios del siglo XIV) bajo la fortaleza del siglo XV. 






Inicio de la calle Corredera






Complejo del que fue antiguo Convento de San Agustín, hoy propiedad privada. El interior guarda los restos de la vieja iglesia gótica mudéjar y del claustro, además de otros elementos. Es una pena que no sea visitable, al menos en ciertas fechas. 


















Interior del castillo. Cubierta de las capillas adosadas a la iglesia, en el siglo XVIII.


Torre noroeste


Ventanales del castillo reaprovechados en la nave de la iglesia. 


Detalle del retablo. 




Casona en La Corredera. 












La Fuente de Abajo. 


Portada de la iglesia, perforada en el muro y la escarpa de la vieja fortaleza. 


Torre de la iglesia, trazada por Martín de Aldehuela en 1776.


Retablo. Iglesia parroquial. 


Taracea de mármol en el altar de una de las capillas laterales. Iglesia parroquial. 


Casona en La Corredera. 










Caserío al noroeste del Castillo. Por aquí tuvo que estar la morería de Garcimuñoz. 






Ventana de la fortaleza. 






Muros del Convento de San Agustín. 




Restos de la iglesia de San Juan en el cerrillo del mismo nombre, junto a restos de fortificación más antiguos. 













Restos del claustro del antiguo Convento de las Monjas (siglos XV y XVI). Desamortizado, sus ruinas de nuevo son varias propiedades privadas. 






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