El Retablo Mayor de Tarancón




He aquí la más soberbia obra de arte de Tarancón. Decir que el retablo mayor de la iglesia parroquial de la Asunción es uno de los mejores retablos platerescos de Cuenca es cosa fácil, ya que han quedado bien pocos, pero es que en su época el visitador Juan de Castañeda, que lo vio recién terminado, dijo que era "el mejor que ai en el obispado" y entonces sí que había dónde elegir. En tierras conquenses y en su género, hoy solamente se le resiste el precioso retablo de Santa María de Alarcón, aunque algo más pequeño y tristemente mutilado, del que ya hemos hablado en una entrada anterior.

Pero divaguemos un par de párrafos antes de entrar en materia. Tarancón es lugar de antiquísimos e imprecisos orígenes. También el nombre que, etimologías chuscas aparte, es con seguridad prerromano y posiblemente céltico (seguramente una raíz TAR- / TARA- asimilada a lugares elevados y sobre alturas, más una sufijación locativa en -ANCO ). La combinación, frecuente en el norte peninsular (donde hay un todo un catálogo de Tarancos, Taramancos y Tarascones) es por el contrario casi inexistente en el sur (siendo precisamente Tarancón y Tarazona de la Mancha hitos casi extremos). Y cómo no evocar la colina de Tara, en la verde Erín. Vendría a significar algo así como "el lugar elevado", o el "lugar en alto", cosa que es exactamente lo que es, o lo que fue, y desde luego que el promontorio del Castillejo puede presumir de ocupación de la época que se le pida, comenzando como poco por la Edad del Hierro, y seguramente con un continuo de ocupación hasta los siglos medievales, y de ahí a nuestros días. De los años de Maricastaña, que diría la agüela Basilia.

Y hablando de la Edad Media, en 1139 Tarancón aparece por primera vez en la documentación como humilde aldea de Alarilla (o Alharilla, o Alfarilla, o Alfariella…), el viejo castillo islámico en el vado del Tajo y cruce de la galiana de Soria, que los caballeros de Santiago ocuparon junto con Uclés y defendieron varonilmente (a decir de Rades) frente a la morisma local en 1176, para luego ser arrasado por los almorávides en los años inmediatos a la de Alarcos. A medio camino entre Uclés y Alarilla, Tarancón formó parte del núcleo duro de los dominios santiaguistas desde el primer momento, corazón y germen del Priorato de Uclés y luego de la Provincia de Castilla de la Orden. Si es que llegó a estar yermo (cosa dudosa), tuvo que ser repoblado muy pronto, en los últimos años del siglo XII, aunque la documentación santiaguista, tan prolija y minuciosa en tantos otros pequeños lugares, es avara en lo que a Tarancón se refiere. En 1209, el hijo de un Cano de Tarancón ya andaba por ahí saliendo en los papeles, primer taranconero que se documenta vivito y coleando. Y no cualquiera cosa, no, sino Canos.

Extinguida Alarilla, la población basculó a tierra de Uclés, dentro del sexmo de Riansares. Cuando Riansares a su vez se despobló, Tarancón se apalancó su término, se agenció a su Virgen (con perdón) y siguió a lo suyo. Fundada en tierra "de buen cielo y no enferma, antes sana", encrucijada de vías y caminos, junto a una potente captación romana de aguas y con buenas posibilidades agrícolas y no malas ganaderas, Tarancón pronto rebasó su diminuto solar murado original en el barrio del Castillejo. Al menos desde mediados del siglo XV la localidad creció de forma explosiva, y reemplazó su vieja iglesia románica por una nueva fábrica gótica isabelina, ya con elementos renacientes, de una sola nave flanqueada de cinco capillas. Todavía estaban saliendo de trampas y empezando a disfrutarla cuando hacia 1565 ya se advertía que "a crecido tanto la vecindad que una iglesia que hay no es bastante para todo el pueblo, porque no cabe en ella la mitad del lugar…". Y es que Tarancón parecía disfrutar de una bonanza perpetua: de 250 a 700 vecinos entre 1495 y 1575, más de tres mil almas, convento, hospital y 41 casas de hidalgos. Por el camino, en 1537, había comprado el villazgo a golpe de maravedí, aunque no consiguió zafarse del todo de la tutela de Uclés. Por la población pasaban los reyes (así, Carlos I y Felipe II) que solían hacer noche allí, en la casa principal que tenía el doctor Pernía…

En lugar de erigir una segunda parroquial, se optó por ampliar la existente, a pesar de que el templo se estaba quedando descentrado por el crecimiento de la población, el espacio disponible en el Castillejo era ya exiguo y la cimentación muy complicada, entre yesos y arcillas expansivas. El asunto en su época hubo de levantar polvareda en la localidad, con opiniones de todo signo. Hubo que derribar capillas y muros rematados pocos años antes para que el maestro ucleseño Pedro de Solorzano levantase una estupenda iglesia herreriana de tres naves, sobria, amplia y depurada de líneas, con dos portadas a cada flanco, de elegante y purista diseño. La relación estilística con la Conventual de Uclés es más que evidente. La obra comenzó entre 1575 y 1580, y se remató seguramente hacia 1650, ralentizada sin duda por la tremenda crisis que trituraba la economía castellana. Quedaron flecos para más adelante, como la sólida torre, erigida entre 1705 y 1730 por Luis de Arteaga (sin el coronamiento, que es del siglo XIX). De la iglesia tardogótica anterior quedó el ábside polígonal, el tramo del crucero y el muro oeste, con una preciosa portada isabelina que perduró hasta los años de 1950. El cimiento ha dado problemas históricos, y la iglesia muestra desplazamiento de articulación en los arcos fajones y la bóveda de la nave central. La bóveda nervada del crucero, perteneciente a la iglesia del siglo XV, se vino abajo en 1891. No obstante, da idea de la solidez del templo el hecho de que soportase la tremenda onda de choque de la explosión del polvorín de 1949, la gran tragedia de Tarancón, que arruinó más de un millar de casas de la localidad y redujo el barrio del Castillejo a puros escombros. De la inmediata ermita de Santa Ana, ni escombros quedaron.

El retablo se comenzó hacia 1548, año en que se probablemente se firma el contrato, y se terminó hacia 1577, según parece indicar una fecha aparecida en la última restauración. Casi tres décadas de secuencia cronológica a caballo entre la primera iglesia gótica tardía, y su ampliación herreriana, que debe de comenzar casi justamente a la vez que se remata el retablo. Incluso para un retablo de las dimensiones del que nos ocupa, es un plazo de ejecución demasiado prolongado, que apunta a que la obra tuvo que ralentizarse o detenerse en algún momento. Por supuesto aparecen las inevitables deudas al artífice, como es habitual, pero aun así. Creo más bien que el retraso pudo ser consecuencia de un periodo de incertidumbre más o menos largo acerca de qué hacer con la iglesia anterior. Si se contemplaba tirarla entera, no tenía sentido rematar el retablo puesto que el nuevo ábside herreriano habría de ser plano, no poligonal. Al final lo que se hizo parece consecuencia de un acuerdo: se salvaba lo más valioso de la iglesia vieja (retablo incluido) y el resto se reedificaba. Imagino que a Pedro de Solorzano, el arquitecto, la cosa no debió de hacerle mucha gracia. El resultado carecería de la perfecta coherencia de un templo completamente de nueva planta, y a él se le planteaban toda una serie de problemas técnicos al tener que imbricar ambas fábricas. A la vista está que los resolvió bastante bien.

El entallador del retablo fue Pedro de Villadiego (c. 1517 – 1592), natural de Palencia aunque establecido en Cuenca desde muy mozo, en un principio en el taller que su hermano Diego (también entallador y más de veinte años mayor) tenía en la calle de San Juan, aunque Pedro de Villadiego fue parroquiano de San Nicolás, donde se asentaba la mayor parte del gremio de canteros y escultores de Cuenca, y donde fue sepultado a su muerte. Tuvo un hijo, otro Diego, que le sucedió en el oficio de entallador e imaginero. A lo largo de su larga vida disfrutó de una alta consideración profesional, se honró con la amistad de buena parte de la fabulosa pléyade de artistas renacentistas establecida en Cuenca (como Jamete o Giraldo del Flugo, éste último compañero en varios trabajos) y fue autor de grandes obras hoy en su mayor parte desaparecidas, como los retablos mayores de Torrubia del Campo, de San Miguel de Moya y de San Nicolás de Medina, en Huete. Su relación con Tarancón pudo venir a raíz de ciertas obras ejecutadas en la ermita de Riánsares, de donde quizás por su buen hacer recibiría el encargo de labrar el retablo mayor de la villa, hacia 1547-48.

El retablo tenía que estar ya labrado en buena parte hacia 1558, una cronología más ajustada y lógica. En ese año el provisor del Obispado ordena a la parroquia "so pena de excomunión" el pago de deudas a Villadiego y a su compadre Giraldo del Flugo, que le había ayudado en la labra, aunque por el escaso importe de lo que se debe a este último su participación tuvo que ser escasa. No hay motivo para pensar que Diego de Tiedra, que se relaciona en el mismo documento también como acreedor, trabajase en el retablo, puesto que a él solamente se le deben "ciertas imágenes" en la iglesia. No hay noticias del retablo hasta una visita de 1569, en que "se hace y se pinta el retablo", quizás únicamente lo segundo, y muy probablemente ya no a cargo de Pedro de Villadiego.

El retablo impresiona, embriaga. Es una pieza magistral de plateresco tardío con todos los cánones del estilo, con una mazonería exhaustiva, una labra finísima, un vasto programa inconográfico. Con sus 17 metros de altura y sus 9 de ancho, son casi 150 m2 de formas y color. Se adapta en tres al ábside poligonal y se dispone en lo horizontal en cuatro cuerpos, predela y sotabanco, empotrando en este último un precioso frente de altar de tracería gótica, anterior. En lo vertical muestra cinco calles y dos entrecalles, con una polsera poco marcada. Remata en el cuerpo superior, como es costumbre, con escena del Calvario bajo frontón. En el centro y en el cuerpo principal, gobernaba una imagen de la Asunción de la Virgen, destruida en la Guerra Civil y hoy repuesta, advocación del templo. Todo en él es labra, sin lienzos ni más concesión a obra pictórica que el fondo de la escena del Calvario superior. Lo cubre un grutesco obsesivo, magnífico, que no deja la más mínima opción al vacío ornamental.

Ha tenido suerte al fin y al cabo, el retablo de Tarancón. En 1892, después de la caída de las bóvedas de crucería, el retablo fue restaurado. Trabajaron en él (como dejaron constancia en un plinto de la crestería) los carpinteros Juan Crespo y Marcelino Martínez, el pintor Frutos Gallego y los doradores Pedro y Lucas Ramírez. La reparación recompuso el retablo, que tuvo que resultar dañado, aunque los materiales empleados eran los de la época y dejaban mucho que desear. Durante la Guerra Civil se libró por los pelos, aunque perdió trece tallas exentas, la de la Asunción central, como hemos dicho, y doce figuras más, diez en la predela y dos en el primer cuerpo, que han sido repuestas modernamente. También perdió el cuerpo del Sagrario, bajo la imagen de la Asunción. En 1974 tuvo una segunda restauración, esta vez a cargo de Francisco Mohedano y la Dirección General de Bellas Artes. Entre 2011 y 2014 ha recibido una tercera, con un coste importante que sufragaron el ayuntamiento taranconero y dos empresas de la localidad, y de la que se ha encargado el restaurador conquense Luis Priego, en su taller de Madrid. Esta última intervención ha eliminado repintes y elementos espurios y ha devuelto al retablo su mejor y más espectacular imagen.

Así que ya lo saben vuesas mercedes. La próxima vez que vayan a la Villa y Corte a tragarse El Rey León o a cargar estanterías del Ikea, hagan una parada en la Noble Ciudad de Tarancón y deléitense unos minutos con la plena satisfacción estética y anímica que supone la contemplación de su retablo. Me atrevo a asegurar que todo lo demás les parecerá menos importante después.




Iglesia parroquial. Exterior, desde el Arco de la Malena. El Arco, del siglo XV. La torre, del comienzos del XVIII con coronamiento del siglo XIX. 


Nave mayor y retablo. 


Vista general del retablo. 


Una preciosa obra de arte, sin duda. 


Retablo desde el lado del Evangelio. 


Mitad superior del retablo. Arriba, en el ático, el Calvario, entre Santa Corona y San Víctor. En el tercer cuerpo, de izquierda a derecha, medallón con la imagen de Santa Bárbara, la Virgen y Santa Ana sosteniendo en sus rodillas al Niño Jesús, San Fabián en la entrecalle, en la calle central el Trono de Gloria, San Sebastián, panel de San Francisco mostrando los estigmas y medallón con Santa Catalina en el extremo derecho. Abajo, en el segundo cuerpo, los paneles de la Santa Cena, la Oración en el Huerto, el Nacimiento de Cristo, el Prendimiento y el Camino del Calvario. Las dos esculturas exentas en las entrecalles corresponden a Santa Quiteria y Santa Marina. 


Coronamiento y cuerpo superior del retablo. En el Centro la escena del Calvario. A los lados, las imágenes de Santa Corona (izquierda) y San Víctor (derecha) patronos históricos de Tarancón. 


Tercer cuerpo. Detalle del Calvario y del Trono de Gloria. Dios Padres sostiene a un Cristo crucificado en el centro de los coros angélicos y potencias celestiales. A los lados, las imágenes exentas de San Fabián y San Sebastián, y los paneles de Santa Ana y las llagas de San Francisco. 


Segundo cuerpo, lado del Evangelio. La Santa Cena y la Oración en el Huerto.


Segundo cuerpo, lado derecho. El Prendimiento, con el beso de Judás y San Pedro cortando la oreja a Malco. A la derecha, el Vía Crucis. Atrás, bajo el arco, aparece un personaje a caballo que quizás sea Poncio Pilato, portando el bastón símbolo de su imperium. La pose recuerda, salvando las distancias, a la del Pasmo de Sicilia, de Rafael. 


Segundo cuerpo, panel central. Entre las imágenes de Santa Quiteria y Santa Marina, santas de amplias devociones taranconeras (con ermitas propias) el Nacimiento de Cristo. Este es un panel precioso, con una expresividad encantadora, desde las poses de los personajes, la postura de los animales -exhalando su aliento para calentar al Niño- hasta la figura en el arquillo trasero derecho que pide silencio para no desvelar a la criatura. 



Centro del retablo. En el primer cuerpo, a ambos lados de la imagen de la Asunción de la Virgen, moderna y repuesta, tenemos el Nacimiento de San Juan Bautista, el Bautismo de Jesús, la Aparición de Cristo a María Magdalena y la Anunciación. Las imágenes de las entrecalles de nuevo son modernas. 


Nacimiento de San Juan Bautista y Bautismo de Jesús. La diminuta imagen de Dios Padre (ataviado con corona y orbe) junto con el Espíritu Santo y rodeado de nubes y angelotes es de un candor absoluto.  


Cristo resucitado se aparece a María Magdalena, a la izquierda. Al fondo, en segundo plano, se escenifica el pasaje de los discípulos de Emaús. A la derecha, la Anunciación. De nuevo Dios Padre surgiendo entre fulgores avalando la misión del arcángel. 


Detalle del centro del retablo.


Imágenes de la predela, modernas y repuestas. Las originales fueron destruidas en 1936.


Imágenes de la predela.


Un grutesco de filigrana, de estupendo acabado.


Grutescos en predela y sotabanco.


Grutescos en predela y sotabanco.


Figura de atlante. Estas figuras fueron mutiladas por la colocación de una sillería, y han sido restituidas posteriormente.


Frontal de altar gótico en el sotabanco. Este elemento es más antiguo que el retablo.


Polsera del retablo. No muy ancha, y poco marcada, con imaginería secundaria en bajorrelieve. En la imagen, Santa Catalina de Alejandría. 


Cuerpo de la nave mayor, hacia el coro. Una arquitectura simple, severa, magnífica. Arriba, se aprecia el desplazamiento de arcos fajones y bóvedas de cañón. 


Pilar en el transepto, lado del Evangelio. Se distinguen bien las dos fábricas de la parroquia taranconera. A la izquierda, la complejidad del arranque del arco toral de la iglesia gótica isabelina. A la derecha, la rotunda pilastra herreriana.


Arco toral. Aquí se aprecia el arco tardogótico (abajo) adosado al herreriano (arriba) y las consecuencias del desplazamiento de cimientos y de la explosión del polvorín de 1949. Abajo volaba la bóveda de crucería desplomada en 1891. 


Cúpula sobre la nave lateral. 

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