El Tizón




“Tierra fecunda de herejes, iluminados, fanáticos y extravagantes personajes de todo género, a la vez que de santos y sabios varones, fue siempre el obispado de Cuenca…. Hay, a no dudarlo, algo de levantisco, innovador y resuelto en el genio y condición de aquella enérgica raza”, decía Menéndez Pelayo en una conocida cita de su Historia de los Heterodoxos Españoles. Amén de autorizada, no es la única opinión en este sentido. Así, Caro Baroja, en sus Vidas Mágicas e Inquisición afirmaba que “Cuenca ha sido siempre tierra de fuertes personalidades…y los ingenios conquenses siempre han tenido algo de genial y de áspero a la par". Su tío don Pío, que bien llegó a sufrir las calles conqueñas barruntando La Canóniga y otros menesteres literarios, bien que coincidía en el peculiar carácter del conquense medio de entonces. Y si un guipuzcoano te dice que eres especialito, chico, algo tiene que haber.

Y es que en Episcópolis (que diría González-Blanco) no hemos tenido nunca mucho de normal, para qué nos hemos de engañar. Y a mucha honra. Nos hemos tirado mil años subidos en un pedrusco como no se le ocurre más que a un monje de Meteora. Y mientras hubo necesidad defensiva pase, pero cuando dejó de haberla aún estuvimos otros cuatro siglos en volandas. Fundados por bereberes del Atlas, sumidos entre cerros de la Celtiberia profunda, lejos de cualquier eje de comunicación decente, con un alfoz enorme que era pinar, páramo y pastizal, sin más tierra de cultivo que cuatro vegas a la vera de ríos temperamentales. Orgullosos señores de ovejas de la cuadrilla de Cuenca del Honrado Concejo de la Mesta, pastores a la jineta en caballos mesteños con sillas con campanillas de plata. Y, por supuesto, con el Santo Oficio como referente espiritual indiscutible durante toda la Edad Moderna. Que la Inquisición era algo que había de tener, y para traer infraestructuras a este apartado rincón los paisanos de Cuenca siempre nos las hemos pintado divinamente.

Sin ánimo ni capacidad de entrar a diseccionar el carácter y la idiosincrasia del conquense de antaño (el de hogaño es harina muy distinta, qué se le va a hacer), sí que voy a incidir en uno de los rasgos más paradigmáticos de la manera de ser de aquellos arriscados paisanos de Cuenca: el Repente. Dicho rasgo de personalidad (también conocido como el Pronto, o el Arrebato, o el Calentón) era la extraña capacidad que tenían los conquenses de toda la vida para pasar en una milésima de segundo de su habitual apollardamiento (ojo, conquensismo) a un estado de extrema agitación (afortunadamente efímero y pasajero) en el que, entre velos rojos de cólera y justa indignación, concebían un arreglo general del mundo con connotaciones apocalípticas. Alguien dirá que esto no es un rasgo privativo de las gentes de Cuenca, y cierto es, pero así como las más grandes tormentas se forman tras los días más tórridos del estío, así los Repentes de Cuenca eran más explosivos por cuanto sucedían al acendrado muermo local. Es curioso, porque mientras nos duraba el Repente, los de Cuenca éramos subversivos natos. Y en ese momento sublime, con toda nuestra capacidad intelectual por fin despierta y pletórica de mala baba, concebíamos cosas asombrosas. Y si no que se lo digan a Julián Romero, o a Alonso de Ojeda, o a aquel otro que hizo un puente de cinco arcos con la finalidad declarada de pasar a un convento, y la no declarada de restregárselo por los hocicos a sus adláteres del Cabildo, la humildad evangélica ante todo. Ésta que viene ahora es la historia de un maravilloso Repente, con mayúscula, protagonizado por un ilustre hijo de Cuenca, que arrancó carcajadas a Felipe II (cosa pavorosa donde las hubiera) e hizo temblar los mismos cimientos del Imperio Español, extremo que no consiguieron ni azteca, ni turco otomano, ni gabacho hasta la de Rocroi. Corría el año de 1560…

Pero vamos a empezar nuestra historia por el final, en la Catedral de Cuenca, en la Capilla del Espíritu Santo, después de su restauración. Da gusto tomar asiento y dejar a la mirada derivar de aquí para allá, desde el gran retablo (rematado por las perrerías que le están cayendo al pobre San Serapio) a los catafalcos funerarios de los marqueses de Cañete, los Hurtado de Mendoza. Entre tanta escenografía y ostentación de poder mundano, vanidad de vanidades, cuesta reparar en una corta lápida en el presbiterio, sobre la puerta del lado del evangelio. Es la de nuestro protagonista, el cardenal Francisco de Mendoza y Bobadilla, en la cripta sepulto. El que quemó Troya.

Don Francisco nació en Cuenca el 25 de septiembre de 1508. Vio la luz en el gran complejo familiar del barrio del Alcázar, en la actual Plaza de la Merced, lado del Palacio Nuevo. Era hijo de Diego Hurtado de Mendoza y Silva, quinto señor y primer marqués de Cañete, y de doña Isabel de Bobadilla, hija de los primeros marqueses de Moya. Tuvo varios hermanos, de los cuales el primogénito, Andrés Hurtado de Mendoza, heredaría los estados y sería virrey del Perú andando los años.

El carácter de nuestro personaje era peculiar. Nacido en el corazón del Vati, conquense de marchamo, tenía una preclara inteligencia, un alto concepto de sí mismo y… un genio endiablado. Los Hurtado de Mendoza de Cuenca eran en general de carácter tiránico y dados a la autocracia. Como grandes nobles que eran, pero con todo y con eso. Les perdía la cabezonería y el orgullo, que no era sino soberbia y un ego blindado a base de genealogía de orígenes vizcaínos y godos, blasón rimbombante al canto y lavado de cerebro bélico-mayestático desde la más tierna infancia.

Pareciendo necesario aportar alguna muestra que certifique la anterior aseveración, Don Diego (el primer señor de Cañete) se enfurruñó porque el rey le quitó Valdeolivas y la mitad de Salmerón (que además no eran suyas, sino que las tenía usurpadas) y en medio de un Repente espeluznante intentó entregar Cuenca al rey de Aragón abriéndole paso franco por el castillo. Su hijo Don Juan le siguió en eso de encabronarse con el monarca, en este caso no porque no le diese honores, sino porque se los daba (el de marqués) y él no quería. Y no hubo forma, oye. A Don Honorato (que era un figurín) lo escabecharon los moros por ir por libre y de chulito allá por Guadix, destino que compartió su hijo Juan en la vega de Granada por demostrar la misma sensatez que el padre (ninguna). Al gran Don García, rayo de la guerra, la gloria eterna se le esfumó por condenar a muerte a Alonso de Ercilla por un nimio asunto de faldas. Claro que él mismo, apenas mozo, se había escapado de casa (por la ventana con una soga) cuando su padre don Andrés (otro buen tirano) quiso meterlo en religión. Con gente así no te aburrías, no. Inaguantables, es la palabra.

Nuestro cardenal salió cortado exactamente del mismo patrón. Segundón de la Casa, no hizo ascos al estamento eclesiástico para el que por sus muchas luces y juicio parecía ir destinado. Estudió en Alcalá y Salamanca donde destacó desde el principio. En Salamanca obtuvo la escolastría contra las normas de la universidad gracias a un notorio enchufe, lo que llegó a desagradar al propio emperador Carlos, porque el mozo valía y no obstante recurría a triquiñuelas. Doctor en Letras y Teología, catedrático en las universidades de Évora y Coimbra y arcediano de Toledo, fue nombrado obispo de Coria a los 28 años. Por entonces empezó a compaginar la carrera eclesiástica con su verdadera pasión, la diplomacia, oficio de ardides y sutilezas. Erigido en cardenal en 1544 (con 36 años, el cuarto de la Casa Mendoza) tuvo que pasar a Roma a validar su nueva dignidad. En la Corte papal estuvo más de cinco años. En 1550 fue promovido al obispado de Burgos, aunque al servicio diplomático del rey en Flandes y en Italia, no tomaría posesión hasta 1557.

Ya por aquel entonces, cuando no tenía ninguna necesidad de fingir una humildad que no sentía, se fue poniendo de manifiesto su complicada personalidad. El embajador Diego Hurtado de Mendoza (ojo, de la rama granadina de la familia, más razonable y centrada, y candidato eterno a la redacción del Lazarillo por más señas) decía de él en sus informes que era “ambicioso, inquieto e interesado en hacienda y favor”. E intrigante por más señas. Muchas de sus gestiones diplomáticas fueron discutibles, además de trufadas de tejemanejes de cancillería, corte y palacio, hasta el punto de que “tenía enredada a España entera”. Beltrán de Heredia lo define como “terco, suspicaz y de un amor propio que difícilmente lograba disimular”, muy proclive a rodearse de aduladores y feroz ante la más mínima crítica.

Volvió a Italia varias veces. Fue Camarlengo del Colegio Cardenalicio en 1552, y gobernador de Siena en 1554. Promovido al arzobispado de Valencia, murió en 1566 sin haber llegado a tomar posesión. Prolífico escritor, brillante orador, bibliófilo insigne y sólido teólogo, tuvo sin embargo pintorescos accesos de heterodoxia doctrinal que le valieron un rifirrafe con la Inquisición del que tuvieron que sacarlo el peso de la familia y la gestión del propio rey.

El momento culminante de su cursum honorum lo alcanzó en 1559, año en que acompañó a la princesa Isabel de Valois desde Francia para tomar matrimonio con Felipe II, gestión que le valió el favor real y en la que nuestro personaje dejó muestras de liberalidad. Y entonces, en 1560, con Don Francisco en su salsa y apogeo, llegó lo del sobrino. No es que a nuestro personaje la familia le despertara altas pasiones. De hecho, había pleiteado injustamente con su propia hermana y un cuñado por una herencia, hasta el punto que tuvo que mediar el propio papa Clemente VII. Pero lo del sobrinito era demasiado.

El sobrino de autos era el segundo conde de Chinchón, don Pedro Fernández de Cabrera y Bobadilla (1521-1575). El condado de Chinchón era la línea menor de los Cabrera y Bobadilla, marqueses de Moya. El caso es que el pájaro había intentado ingresar en la correspondiente orden militar (la de Santiago) buscando acrecentar sus oropeles, y el Consejo de las Órdenes (que tramitaba estos engorrosos temas) parecía que frenaba el expediente argumentando (se decía) máculas en la limpieza de sangre del candidato. La cosa venía de lejos, porque la rama Bobabilla era terreno más o menos firme, pero el linaje Cabrera era otra cosa. Los Cabrera, de Cuenca por supuesto. Del barrio de san Miguel por más señas. Otros para echarles de comer aparte.

Y aquí tenemos que volver atrás, abusando de la paciencia del lector. Vamos a retroceder más de un siglo. Pongamos que es el año 1451. Vamos a salir de la Catedral y a desplazarnos apenas unos metros. Decíamos San Miguel de Cuenca. De una casona sólida pero sin perifollos, muy cercana a la parroquia, acaba de salir un galano mancebo que ronda la veintena. No muy alto, enjuto, con una curiosa cara raposa de ojos profundos que no llega a ser desagradable. Bien vestido, con calzas enteras, jubón de vellorí, espada al tahalí y bonete bermellón, a juego con el rostro congestionado, pues viene de tener una bronca monumental con sus padres. Sube a la carrera la tosca escalera para desfogarse, atraviesa dos pontidos hediondos hasta la Zapatería Vieja, cruza otro pasadizo más bajo una manzana entera de casas apretadas y sale a la diminuta Plaza, donde a la luz de la mañana la Torre de la Saeta proyecta una silueta aguzada. De ahí por la Calle Mayor arriba, entre caserones abrasados y una actividad incesante de picapedreros y alarifes, pues todavía Cuenca restaña las heridas de los dos incendios que remataron las sendas batallas urbanas de cuatro y de dos años antes, en el asuntillo del señor de Cañete.

Nuestro mozo devuelve saludos aquí y allá, pues se ha vuelto muy popular desde que defendió el palenque de la Puerta de Valencia con otros doce, a las órdenes de Alonso Chirino. Cuando llega a la Plaza del Mercado y al caserón de los Enríquez (todavía ruina renegrida, como la vecina parroquia de San Pedro) aminora el paso y, por un reflejo adquirido, escabulle el cuerpo a la visual de los adarves del Castillo, como ha tenido que hacer tantas veces en los últimos años. Hasta que el Concejo y el obispo Barrientos consiguieron meter en vereda al felón de Don Diego Hurtado de Mendoza, que había dejado paso al invasor aragonés. Eso había sido hacía casi dos años, y antes otros dos de enfrentamiento, asedio y guerra larvada. De río a río, con la despanzurrada iglesia de San Pedro como baluarte, se levanta todavía la barricada con la que los vecinos de Cuenca han frenado a la guarnición del castillo primero, y luego al feroz ataque aragonés. El joven perdió dos amigos allí, uno por un virote de ballesta y otro por un disparo de aquel artilugio que, traído a rastras, ahora ocupa el centro de la plaza. Aquella malparida lombarda pedrera ya no parece tan terrible, con la cazoleta reventada y la cureña hecha migas, literalmente cubierta de guachos que, de nuevo otra vez, escenifican su captura a cuchillada limpia. Nuestro mozo baja al foso bajo la sombra de la gran torre meridional y busca la escamoteada Puerta del Mercado, de arco de herradura en alfiz, con una inscripción árabe casi ilegible que encomienda al Clemente a un olvidado califa cordobés. Atraviesa el recodo entre saludos de la guardia y accede al recinto bajo, donde se disponen las caballerías, herrería, tahona y almacenes. El estado lastimoso de todo ello deja bien a las claras que para la guarnición de Don Diego el asunto tampoco ha sido una fiesta. Hay trasiego de hombres de armas allí, pues el día anterior ha llegado una mesnada de fronteros del rey que viene de Murcia, y que seguirá viaje al día siguiente a la Corte. El muchacho va a subir al recinto alto cuando distingue a su capitán, que no es otro que Pedro, su hermano mayor, que habla animadamente con su tío Fernando. Ambos lo miran, y ambos asienten al ver la expresión de su cara. Al día siguiente, y una vez obtenido el consentimiento paterno, marchará con su hermano para acaso entrar al servicio de don Juan Pacheco, el señor de Villena, con el que su hermano tiene amistad. Después, y al amparo del magnate, ¿Quién sabe? Quizás paje en la Corte… así empezaron Álvaro de Luna y el propio Juan Pacheco, de tierras conquenses ambos y maestros en el arte de la trepa política. Tiene veinte años, los ocultos recursos económicos de la familia, una inteligencia singular, una valentía probada y un ansia de medrar a toda prueba. Alto habría de llegar, como que se llamaba Andrés de Cabrera.

A los Cabrera de Cuenca, que antes habían sido López de Madrid, y antes Gibaja y antes vete tú a saber qué, les perseguía un pasado a ocultar. Cuando cada nuevo miembro de la familia crecía y adquiría entendederas, se le había partícipe de un oscuro secreto: la familia antaño había profesado la ley de Moisés. Y había dejado de hacerlo unas generaciones antes, hartos de humillaciones, arbitrarias exacciones, sevicias, vesanias y pogromos. A ver si adoptando la fe de su Nazareno estos goyim asquerosos les dejaban en paz. Y de paso poder así continuar las honorables actividades económicas familiares, esto es, las financieras, con una cierta e inevitable inclinación a la usura, aunque tampoco era para tanto. Lo de la paz y tranquilidad iba a ser que no, cuando la inquina al judío se trasformó en el horroroso problema de los conversos. La cuestión económica salió mejor, pero todavía podía pulirse si en otro par de generaciones la familia conseguía auparse al escalón de la hidalguía, que aparejaba la exención fiscal directa. Como decía el rabí Abraham Senior (de la rama todavía judía de la familia), estos palurdos castellanos eran tan zotes que a su clase adinerada la eximían de impuestos. Así les lucía el pelo, pero la justicia de Adonai es inescrutable, y cómo afirma la Misná (en libre interpretación), los gentiles fueron creados tontos para que los hijos de Israel luzcamos más, en la gloria de Elohim y en las nobles mañas del sangrado, del ordeño y del desplume.

En el caso de los Cabrera de Cuenca, una casa discreta en un barrio discreto, una capilla funeraria en San Francisco Extramuros (con heráldica tan pomposa como indescifrable), una genealogía falsificada a golpe de maravedí, unas cuantas casas de alquiler por toda la ciudad, tierras en Villar de Olalla, pequeños cargos en la oligarquía local… escenificaban toda una fachada de respetabilidad para encubrir su carácter de inversores y financieros, a la espera de que el proceso de promoción social en el que pacientemente habían enterrado tantos afanes y dinero fuese dando sus frutos. Lo que nunca podía sospechar el bueno de Pedro López de Madrid era que su retoño Andrés de Cabrera, diablo de crío, pegara un pelotazo de tal calibre.

Y lo hizo en un mundo de tiburones, atroz y despiadado, en el reinado de un monarca degenerado que tenía el carácter de una petunia. Luego en los años de una reina bravía, de genio como de sargento de artillería, con un Don Andrés que todo lo conchabó para matrimoniarla con un infante de Aragón, tan listo y guapetón como tronchamozas y putero, cambiando para siempre la historia de las Españas. Y braguetazo con la Bobadilla, camarera de la reina, fogosa hembra que le espiaba en la cama para su señora a la par que le daba nueve churumbeles, amén de ponerle los cuernos muy de vez en cuando. Con el encumbramiento llegaron las envidias (verdes y ponzoñosas) y las habladurías, imposibles de extinguir en el envenenado mundo de la Corte. Y con el auge de la obsesión por la limpieza de sangre, ni los recursos de las casas de Moya y Chinchón fueron bastantes para acallar las maledicencias. Entre otras cosas, porque eran certeras.

Andrés de Cabrera era el abuelo de nuestro cardenal y bisabuelo del conde de Chinchón, el presunto rechazado. El supuesto ataque del Consejo de las Órdenes parecía ser un torpedo a la línea de flotación de todo el linaje, pues emborronaba de paso a los poderosos Mendoza.

Y ahora sí que sí. Imaginémonos la escena, que tiene miga. Don Francisco en su mesa castellana, entre pilas de libros comprados por media Europa, revisando los asientos contables del viaje de la nueva reina. Se ha pulido tres millones de reales en aparentar, lo que lo ha puesto de un humor de perros. La tacañería no es uno de sus defectos, pero tal dispendio en agasajar a gorrones con pedigrí le ha revuelto la bilis amarilla, la colérica. De repente entra su orondo secretario a la carrera, sudando a chorros sobre la ostentosa gola, con la noticia del affaire del sobrino, el conde de Chinchón. "La información es imprecisa…son rumores…vuestro sobrino anda mohíno por los rincones…Su Eminencia debería indagar… es la comidilla en la Corte…". No hace falta más. El cardenal se encoge en su silla labrada como si acabara de recibir el golpe de un mazo gigantesco, con la mirada perdida, mientras su aguda mente traza complicadas ecuaciones de poder e influencia, e intenta identificar culpables del complot que, siniestro, sin duda se alza contra él.

Pero de súbito la complicada genética conquense emerge y un conocido resquemor le corroe por dentro, y crece, y crece, y se transforma en ira, y en temblor de miembros, y el rostro se abotarga a la par que las uñas se clavan en el duro nogal de la silla, blancos los dedos crispados, mientras que la ira muta en cólera desatada y en volcán de llamas, y un grito que más bien parece rugido de fiera hace huir al secretario por donde ha venido, no tan rápido como para que no le aticen en el cogote los cien cuentos de Boccaccio en infolio (en edición veneciana de Manucio) con magníficos grabados (alguno erótico) y encuadernación en tapa de madera con cantoneras metálicas, que le hacen perder el equilibrio y estamparse, barriga por delante, contra la puerta de la sala, dejando en evidencia al mayordomo que, como buen fámulo que se precie, estaba escuchando tras ella.

- ¡Esto es asunto de Ruy, voto a bríos! Como si lo viera ... y bien aleccionado por esa víbora de fray Alberto ¡seguro!… y el duquesito terciando por detrás, fijo, con sus ínfulas de Grande y su chico conocimiento… esto va por lo del despacho del Papa, seguro … y la envidia cochina por los caballos que regalé a Monsieur de Vendôme … hatajo de fementidos … Aaahhhj… pero dirás que atacan de frente, ¡Noooo! del revés, vienen del revés, como las culebras … chinchando al Chinchonete, que encima se deja el muy pánfilo … pues voy a hacer lo que se hace con las sierpes…

- Traed a Nos pliegos, y pluma - brama un basilisco tras la mesa volcada -. Y un pernil de tocino, y vituallas. Y vino de Valdemoro, ¡el diablo me lleve!…y un orinal, el bonito, el que me regaló la comuna de Siena.

- Sí, Su Eminencia.

- Y avisad a madamigella Chiara que no podré ir a reconfortarla esta noche.
-¿Y qué le digo, Su Eminencia?
- Que voy a ser el instrumento de la cólera divina, puñeta. A veces, Sebastián, hay que explicártelo todo.
- No, Su Eminencia… ehhh, que diga, Sí, Su Eminencia.
-Y arreglad este desastre. Mirad cómo lo habéis puesto todo.
- Sí, Su Eminencia.
- Y no quiero ni oír volar las moscas en esta casa hasta nuevo aviso.
- Sí, Su Eminencia.
- Pues hala, arreando.

Más calmado, pero con la cólera mutando en rabia fría, Don Francisco se levanta de la silla y da unos cortos pasos hasta la esquina en penumbra, donde se abre un precioso bargueño toledano, cuajado de taracea, con un panel central en labra de filigrana que muestra una Diana ligerita de ropa refocilándose entre sus ninfas en las aguas umbrías de Nemi. El mueble está un tanto baqueteado, pues es el que desde hace años le acompaña en todos sus viajes. Nuestro cardenal oprime con el pulgar las turgentes lorenzas de la diosa cazadora y en la parte inferior del escritorio salta un resorte que muestra una oculta cerradura. Con la práctica que da la costumbre, se saca del cuello una cadenilla dorada de la que pende una única llave diminuta y abre el compartimento del secreto, imposible de adivinar a simple vista. Con mano rauda extrae el tomo en octava de una vulgar edición de las Trescientas, de Juan de Mena, mal compuesto y peor encuadernado en una imprentucha de Medina del Campo. Deja el libro con sumo cuidado en un aparte, pues bien pocos en Europa tienen acceso a la clave general de la Cifra del César, el código criptográfico del Imperio Español. Más abajo toma un cartapacio de papeles sueltos, de aspecto muy diverso, entre los que se distinguen las lises del Rey Cristianísimo, el león de la Serenísima o las aleyas de Solimán Kanuni. Documentos terribles, armas de cancillería, ocultos secretos y bazas de chantaje y extorsión. Al final toma unos pocos pliegos cosidos a cordel, cubiertos por filas apretadas de tupida letra. De su propia letra, pues Don Francisco copió el documento original hace años, cuando componía su manuscrito de 'Los Linajes', tal fue su reparo que no quiso ni entregarlo al copista. "Pedro Gerónimo de Aponte" dice el encabezamiento, sin más. Un genealogista sincero, y por ende maldito. Y cuando nuestro conquense ilustre lee rápidamente las primeras líneas comienza a esbozar una sonrisa siniestra, qué digo, demoniaca…

- Limpieza de sangre quieren los señores… pues ahora veredes, que dijo Agredes.

Y se volvió para encontrarse con una mesa pulcramente dispuesta, iluminada entre dos grandes candelabros, repleta de viandas y en el centro perfecta pila de pliegos inmaculados, a la vera de escribanía repleta. A los pies el refinado bacín sienés. Tomó asiento y comenzó a escribir, sin reparar siquiera en que tal montaje hubiese reemplazado al caos anterior, en tan poco tiempo y tan en silencio, parecía cosa de encantamiento, como los que se cuentan en el libro de Amadís.

Y el caso es que en todo el caserón, hora tras hora, día y noche, el silencio era tan sepulcral que sólo se oía el incansable y frenético rascar de una pluma en la sala de gobierno, y el chirrido de una insensata carcoma merendándose el artesonado del zaguán, pues hasta las moscas (animalejos astutos donde los haya) habían colegido que pintaban bastos y se habían refugiado en la cocina, dentro del tarro de la manteca, a la espera de tiempos mejores.

Dos días después, el 20 de agosto de 1560 por más señas, justo después del toque de Ángelus de mediodía para ser exactos, el bueno de nuestro mayordomo volvía a subir la empingorotada escalera (por novena o décima vez) y enfilaba el corredor camino del salón de la casa. Por pasillos y recovecos se extendía un jugoso sabor de codornices en escabeche que subía desde la cocina, pues la vida pese a todo continuaba entre aquellas cuatro paredes. Don Sebastián de Castronuño volvió a encarar la gruesa puerta que embistió con la panza como ariete días antes, donde de nuevo el mayordomo hacía guardia, hierático como Osiris momificado, junto con dos adormecidos donceles de la casa, listos para entrar cual exhalación si la cosa se terciase.

- ¿Cómo va? -preguntó en un susurro apenas audible-.
- Igual - contestó el mayordomo en idénticos tonos –. Aunque no hará ni un cuarto de hora que paró de escribir.
- Y de humor… ¿Qué?
- Bueno, hace un rato se reía.
- Gracias a Dios. Ya está de mejor talante.
- No. Era risa como de loco.
- Válganos el Cielo.

De pronto, una voz retumbó tras la puerta:
- Entrad, Sebastián, sé que estáis ahí.

Y allá entró el bueno de nuestro secretario, rogando que, de servir de blanco de nuevo, el proyectil no fuese Decamerón, sino Vida de San Quirico, que como es sabido feneció bien de guacho y las hagiografías que hablan de él son por necesidad concisas. Se extrañó de ver la sala a oscuras en pleno mediodía, con las contraventanas cerradas y a la luz de las velas supervivientes de ambos candelabros, ya extinguidas en su mayor parte. Un olor penetrante, mezcla de varias dudosas procedencias, saturaba el ambiente de la estancia, cerrada a cal y canto. Todo lo que fue comida y bebida había desaparecido, arrojados restos, platos y botellas en torno a la mesa. En un rincón estaba el orinal, rebosante. Don Francisco estaba bien repanchingado en la silla, con aire de ufano y satisfecho, entrecruzando los dedos de las manos. Unas marcadas ojeras y una barba incipiente hacían resaltar un rictus maquiavélico.

- Desea Su Eminencia Reverendísima…

- Tomad estos pliegos y que el copista los pase a limpio y los encuaderne hoy mismo. Hoy. Que vuele. Luego los lleváis en persona al Alcázar, sellados y lacrados, a la Cámara de Su Majestad. Directos a Su Majestad, ¿Lo habéis oído? Ya sabéis que hacer.

- Sí, Su Eminencia…

Y fue recoger la veintena de folios cubiertos por apretadísima letra, llena de borrones y tachones, y todavía no haber girado del todo sobre sus pasos, cuando la aguda mirada de burócrata del secretario ya estaba escrutando de refilón el encabezado de la primera hoja. Y lo que allí leyó le paró en seco, mientras un súbito escalofrío le recorría el espinazo:

“… suplica a V.M. se sirva pasar los ojos por este memorial… porque entre los cronistas… todo es lisonja o halago… y en materia de linajes no escriben sino aquello que les dicen los interesados”.

- Pero… esto… Eminencia…

- Marchad, hijo mío, y haced según se os ha mandado. Dios proveerá. Como a los pajarillos del monte…

- Sí, Su Eminencia.

Y ya fuera del salón, corredor adelante a paso quedo, don Sebastián fue pasando folios febrilmente, leyendo al buen tuntún aquí y allá:

“De Ruy Capón, judío almojarife de la reina Doña Urraca, descienden también ... los de la Casa del Marqués de Denia…”

- Dios Santo.

“Las que descienden del obispo Don Pedro de Castilla y de su segunda manceba Isabel Droklin … que consta que fue hija de un albañil inglés y de una Fulana Espulga-Manteles, judía … el marqués de Alcañizas … el conde de Nieva…”

- Virgen del Remedio… válenos…

“Don Luis de Mendoza Carrillo, conde de Priego, es hijo de don Francisco Mendoza y de una Fulana Plazuela de Guadalajara, descendiente del escribano que hizo las cartas falsas contra Luis López Dábalos…”

- Señor, Señor…

“Pedro Arias, contador del Rey Henrique IV, fue hijo de una tabernera de Madrid; y su padre, convertido de judío, fue padre de Gerónimo de Arias… de quien descienden los condes de Puñonrostro. Juan Arias, su hermano, fue obispo de Segovia y procediendo la Inquisición contra su madre, sacó los huesos de su sepultura…”

- La madre qué….

“El conde de Salinas es nieto de … el conde de Rivadeo, el cual casó con una mulata como lo ha articulado y probado dicho conde de Salinas en el pleito que trujo con el marqués de Villena sobre el Castillo de Garci Muñoz…”

-….

“En Aragón hay también en la casa de Villahermosa gran falta, porque Don Alfonso de Aragón, hijo del rey Don Juan de Aragón y Navarra, padre que fue del rey Católico, tuvo Doña María de Juncos, que fue judía o hija de judío, y que se convirtió ella o su madre, y comúnmente la llamaron La Coneja…”

- No, por Dios…

“ Los Duques de Medina Sidonia … vienen de Don Alonso Pérez de Guzmán, hijo bastardo … Hay en esta casa segunda bastardía, porque Don Henrique de Guzmán, segundo duque … fue hijo bastardo del duque Don Juan, que le hubo en una Isabel de Tal, mujer ordinaria, a quién después que parió nombraron de Meneses…”

- Estamos muertos.

“Los Pachecho, marqueses de Villena, descienden de Lope Hernández Pacheco … y de María Gómez Taviera, biznieta de … María Ruiz, hija del Ruy Capón, judío … de Doña María Portocarrero … proceden … de Hernando Alonso, que siendo moro, natural de Córdoba, se volvió cristiano en la toma de Toledo…”

- No, no, no…

“…de manera que los condes de Medellín tienen bastardía por Portocarrero y por Pachecos, y además tienen lo de Tordesillas: son, pues, tres bastardías”.

“Los Cuevas, duques de Alburquerque, proceden de Diego de la Cueva, hijo de Gil Hernández de Cueva, zurrador, según publica voz y fama”

“Los marqueses de Falces… de Don Froilán Carrillo, de quien proceden, que fue hijo bastardo del arzobispo Don Alonso Carrillo”.

“Los señores de Torralba y Beteta tienen su procedencia de la misma Clara Vaez, mujer de baja condición, portuguesa y zapatera … amén de esto, proceden también … de Doña Teresa, hija bastarda del almirante Don Alonso Henríquez; de manera que tienen nota por dos partes”.

Y así páginas y páginas y páginas de puro vitriolo, precisas, sistemáticas, sin dejar títere con cabeza. No es de extrañar que temblase como un flan cuando entregó al escribano los dichosos pliegos, sin apenas poder farfullar vocablo.

- Esto… esto… tiene que estar para hoy… como sea… hay que llevarlo a Palacio… aunque sea noche cerrada… poneos ya… que os ayude Tomás… si hace falta llamad a alguien más…

Don Sebastián cayó por la cocina, engulló sin hambre una codorniz (aunque obeso, no era hombre glotón) y tras calzarse medio azumbre de clarete (de trago y sin respirar) volvió a la escribanía para encontrarse allí con polifonía a tres voces:

- Virgensantavirgensantavirgensantavirgensanta…

A cargo de los dos gatos (perdón, escribanos) y del ubicuo mayordomo, los tres con el rostro a juego con el blanco perfecto del papel de paño.

- Su Eminencia ha enloquecido. Se le van a echar encima las Españas enteras, por no hablar del Santo Oficio. Eso si el Gran Felipe no lo fulmina.

- Basta – acertó a decir el secretario, a quien el vino había hecho recobrar un tanto la flema-. Pónganse a la faena vuestras mercedes, que nos come el horario. Don Andrés – dijo volviéndose al mayordomo –, id preparando el coche de caballos. Con cuatro caballos, como corresponde. Y la pompa. Y los seis guardias tudescos. Hay que saltarse a todos los que se pueda hasta llegar a Su Majestad. Ya sabéis el nido de alacranes que es la Corte. La hora ayudará. En cuanto esté, nos vamos vuesa merced y yo y el dichoso memorial. Al Alcázar. Por la puerta grande.

Y cuenta esta historia que esa noche el Rey Prudente trasnochaba en su despacho, como solía hacer cada vez más. Centenares de expedientes, de súplicas, de legajos, de informes de secretaría se amontonaban esperando el escrutinio de un monarca que todo lo examinaba, todo lo valoraba, todo lo juzgaba. El rey estaba de humor sombrío esa noche, pues las noticias sobre la conducta de su hijo Carlos no podían ser peores. Así que de vez en cuando levantaba la vista y recorría el gran plano fijado en la pared, donde un gigantesco monasterio-panteón-palacio levantaba sus torres a guisa de parrilla invertida. A un monarca amante de la arquitectura, esa obra todavía sin comenzar era su reto, su consuelo y el solaz de su alma entre tantas congojas. Sin darse cuenta, anotó una diminuta “p” en el folio que tenía delante y lo amontonó con los otros (a la semana siguiente habría jolgorios en Medina de Rioseco por la inesperada confirmación del Jueves Franco). De repente, la cansada mirada voló al último cartapacio del montón, que habían traído ya tarde, después de algún altercado con la Guardia Amarilla. En el centro lucía un enorme sello de lacre del cardenal Francisco de Mendoza, con el capelo y las treinta borlas reglamentarias.

- El bueno de Don Francisco – dijo el rey tomando el documento – demonio de hombre, ¿Qué estará tramando?

Y tras cortar el cordel con suma pericia, comenzó la lectura del memorial, con la tinta todavía tan fresca que allí y allá había dejado puntos en las páginas anteriores. Y en un par de minutos la mirada se tornó atenta, y luego divertida, y luego una sonrisa como aquella estancia no veía en mucho tiempo le iluminó el rostro. Y luego una carcajada retumbó en aquellos viejos muros, y fuera los alabarderos saltaron como autómatas y estuvieron a punto de irrumpir en la sala, pero se detuvieron ya contra los cuarterones de la puerta, porque lo que se oía dentro era risa franca, a ratos escandalizada, a ratos maliciosa pero alegre, y opinaron que era cosa buena que Su Majestad se riera, pues tenía a la Cristiandad entera y a medio mundo sobre sus hombros. Y la risa siguió un largo rato, hasta que alboreaba por Levante y todo bicho viviente de Palacio había desfilado ya por delante de aquella puerta cerrada, haciéndose cábalas sobre lo que se cocía dentro.

Finalmente, el rey anotó en la primera hoja: “Antonio, tira un ojo a esto. Pásalo a tu padre, a ver qué opina. Y copia a la Suprema, pero discreto. Que no se muevan sin que yo diga, el que se propase lo mandas de monaguillo a Mindanao”. Y después de pensarlo un momento, añadió maligno: “Espera un par de días, y luego también copia al Consejo de las Órdenes”. Y se fue a calentar a la de Valois, más galano que un ocho. Y el terremoto comenzaba…

Y no habían pasado ni tres horas cuando al duque de Osuna, estante en la Corte, se le atragantó la jícara de chocolate (que tenía licencia inquisitorial para catar) cuando un criado le habló de cierto tenebroso documento que había hecho explotar la Corte entera no hacía ni medio rato. Y que el libelo era subversivo, mejor dicho, disolvente, pues atacaba a la flor y nata de estos Reinos, difundiendo tales despropósitos y barbaridades que la cosa causaba espanto. Y no era obra de ningún pelagatos, no, sino de un Mendoza, y por más señas cardenal de la Católica Religión.

Y aún no estaba el sol del verano en lo alto cuando rápidos correos volaban hacia señoríos lejanos, llevando noticias tan preocupantes como vagas, pues muy pocos habían conseguido examinar el maldito memorial, que los Pérez no habían mostrado a nadie salvo a algunos allegados. Pero el miedo era libre, y cada Casa sabía de sus pecados cuidadosamente ocultos.

Y a final del día comenzaron a circular copias de la abominación de aquel Iscariote, aquel traidor a los suyos, peor sin duda que Judas (que por lo menos cobró, que el cardenal arrasaba gratis). Las copias eran parciales, apenas unas líneas tomadas rápidamente que afectaban a tal o cual linaje. Alguno hizo negocio inventando, tergiversando o aumentando la información hasta el extremo del disparate, ya que todo se pagaba a precio de doblón de a ocho en la histeria general. La indignación nobiliaria crecía en curva exponencial ante aquel ataque, aquel terrorífico engendro que tiznaba todo lo que tocaba, hasta el extremo (había que ponerle nombre para poder denostarlo) que lo llamaron El Tizón.

Y ese nombre no fue moderno, como se ha dicho, sino que lo tuvo desde las mismas fechas de su nacimiento. Y puesto que el rey no actuaba como sería preceptivo (enviando al difamador a algún presidio africano atiborrado de sodomitas; o al menos al Bío-Bío con los mapuches, ése que aún andaba pacificando su sobrino) los ojos se volvían hacía la paternal autoridad del Santo Oficio. Que el fariseo iba a purgar en el trebejo y en el fuego purificador sus dislates, era cosa de la que sólo se opinaba el cuándo, porque se daba por segura. Así que el estupor fue mayúsculo cuando el Consejo de la Suprema Inquisición contestó:

“Primero. Que no había en el Memorial nada absolutamente manifiesto ni sospechoso contra nuestra santa fe católica, apostólica y romana.
“Segundo. Que no había tampoco nada contra la moral, sino que antes bien se favorecía y sustentaba sacando a plaza las máculas y sambenitos que dejan las malas costumbres para que subsistan y prevalezcan las buenas.
“Tercero. Que los clérigos prevaricadores no estaban exentos de censura, cualesquiera que fuesen su jerarquía y honores, máxime cuando en boca o pluma de otro clérigo y tan autorizado con el cardenal obispo de Burgos, la censura, caso que la hubiera en una mera investigación histórica, no es sino una corrección fraterna.
“Cuarto. Que lejos de reprensible, era ejemplar y admirable en toda ocasión y tiempo el valor de quien dice la verdad con evangélico desprecio de los peligros, persecuciones y vejámenes con que pueden martirizarle los que sean enemigos de ella”.

Y mientras tanto el veneno se extendía, pues el palafrenero del conde, el pinche de cocina del marqués, la dueña de la duquesa y el escribano del Adelantado de Castilla se estaban enterando (por boca de eminente autoridad auspiciada por la Santa Inquisición) de las parentelas de las que provenían sus señores. Por no hablar del bajo clero, que también las pasaba canutas desde el primero de enero hasta el día de San Silvestre, y que ahora veía nueva confirmación de la conducta amoral de los príncipes eclesiásticos. Y daba la casualidad de que todos ellos sí que eran de sangre limpísima y cristianos viejos, porque en sus villorrios de la vieja Castilla sus ancestros se habían arrejuntado por un magro interés, o por rijo puro y duro, o quién sabe si hasta por cariño o amor, pero nunca habían sido infiltrados por hebreo deseoso de seguridad y medro social. Que un servidor fue parido en el Villarejo Matajudíos y pobre del que por allí aparezca. Y si en los siglos pretéritos algún antepasado se trajinó a la mora Aisha (que va a ser que sí) pues repare vuesa merced en que no hay genealogía que lo muestre, pues yo soy Pero Pérez, hijo de Pero Pérez y nieto de Pero Pérez, y así hasta la Enclavación. Y nadie va a sacarle al señor conde lo de la Fulana Espulga-Manteles, judía para más inri, pero en el servicio lo vamos a empezar a mirar con ojillos distintos, como resabiados, y el populacho en la calle del mentidero a la taberna, y a la copla. Sin piedad.

Unos días después el rey Felipe por fin intervino para cortar el escándalo, que ya alcanzaba proporciones que hacían temer males mayores. El memorial fue sepultado en las bóvedas de Simancas, y todos los tratados de genealogía que sirvieran para probar tal o cual mancha en los linajes, puestos en severa cuarentena. El Tizón desapareció de la vista de los mortales, y las escasas copias manuscritas que circulaban, la mayor parte parciales y mutiladas, poco a poco se fueron desvaneciendo a la par que la nobleza hispana tejía un manto de silencio sobre lo que había ocurrido. Siempre quedó en la memoria colectiva el recuerdo de un texto corrosivo que nadie había visto, cuyo autor acabó siendo, entre velos de desinformación y descrédito, un rencoroso, embustero y mercenario escritorcillo de poca monta. Nuestro eximio conquense Francisco de Mendoza miró al soslayo, fuese y no hubo nada, pues tenía el favor real y los Mendoza cerraron filas en torno. Si acaso había que defenestrarlo ya lo harían, pero ellos. Murió seis años después en Arcos de la Llana, lugar del alfoz de Burgos, camino de su nuevo arzobispado de Valencia. Y no me cabe la menor duda de que, después de una prolongada estancia en el Purgatorio (para redimir orgullos y vanidades, y en la que seguramente se encontró con otros paisanos conquenses protagonistas de fenomenales Repentes), fue admitido en los más altos círculos del Alcázar celestial. Por la puerta grande. Pues, aunque por breve plazo, acogotó al poderoso e hizo levantar las orejas al humilde.

Tuvieron que pasar casi trescientos años para el que el Tizón viera la luz de la imprenta, y fue a cargo de Sir Thomas Phillipps, el famoso bibliómano de Manchester, que lo editó en el año de 1848 en su Middle Hill Press, en la Torre de Broadway, en Worcestershire. De cómo llegó el genial y maniaco coleccionista a hacerse con una copia del manuscrito quizás habría que escribir una novela. La segunda edición (y la primera española) vio la luz en 1849 en Madrid, por Antonio Luque y Vicens, imprenta de D. Saavedra y Compañía, y “dedicada a las clases productoras”, pues el Tizón decimonónico fue arma de liberales frente a defensores del Antiguo Régimen. Esta edición inspiró directamente la tercera, de 1852 (volumen en cuarta, imprenta de Francisco Gómez), nada más y nada menos que en Cuenca, ciudad natal de Francisco de Mendoza, que por una vez estuvo a la altura. Hay ciertas dudas de si hubo una segunda edición en Cuenca todavía en el mismo año (que sería la cuarta del libro). Así, la que hojeó Fermín Caballero consta como segunda impresión. La siguiente de nuevo en Madrid en 1871 (imprenta de Limia y Urosa, en la calle Embajadores). Todas estas ediciones fueron muy cortas, y hoy son piezas de bibliofilia. En 1880, la edición barcelonesa de La Selecta, que fue la primera que con una amplia tirada y un cuidado formato consiguió llegar al gran público. A lo largo del siglo XX el Tizón se ha venido imprimiendo con regularidad, desde libelos pedestres con evidente cariz ideológico hasta magníficas ediciones críticas.

Queda saber qué ocurrió con la caballería del conde de Chinchón, que desencadenó todo el asunto. Pues resulta que fue nombrado caballero del Orden de Nuestro Señor Santiago sin más complicaciones que hacerle pasar por el desquiciante papeleo, para lo que demostró bien poca paciencia. De hecho su admisión estaba ya aprobada cuando tuvo lugar el Repente de su tío. A la postre, el vendaval que estremeció a toda la aristocracia hispánica de confín a confín y provocó el inicio de su descrédito fue causado por… la lentitud burocrática. Vuelva usted mañana, y Laus Deo.





El cardenal Francisco de Mendoza y Bobadilla, autor del memorial al rey de 1560, conocido como El Tizón. Al principio de su vida intercambió el orden de sus apellidos, como Bobadilla y Mendoza, así que es frecuente que en la documentación se refieran a el como el "obispo Bobadilla" o el "cardenal Bobadilla". La imagen de la derecha, de la edición de 1880, está evidentemente inspirada en el grabado. 



Capilla del Espíritu Santo de la Catedral de Cuenca, levantada por don García Hurtado de Mendoza, cuarto marqués de Cañete, como panteón familiar.



Lauda funeraria de don Francisco de Mendoza, en la capilla del Espíritu Santo.


Antiguo Convento de la Merced, cuyo núcleo original corresponde al Palacio Nuevo de los Hurtado de Mendoza. Tras estos muros nació el autor del Tizón.



Don Andrés y Don García Hurtado de Mendoza, padre e hijo, segundo y cuarto marqueses de Cañete, y ambos virreyes del Perú. Los dos más ilustres de entre los Hurtado de Mendoza de Cuenca. El primero era hermano mayor del cardenal Francisco de Mendoza; el segundo su sobrino. De la Historia de Cuenca, Mártir Rizo, 1629.


Andrés de Cabrera y Beatriz de Bobadilla, primeros marqueses de Moya y señores de Chinchón. Del Retrato del Buen Vasallo, de Pinel y Monroy, 1677.



Parroquía de Santa María de la Asunción de Chinchón y panteón condal. Terminada por Diego Fernández de Cabrera y Bobadilla, tercer conde e hijo de Pedro Fernández, el del incidente con el Consejo de las Órdenes



Sir Thomas Phillipps (1792 - 1872), que sirvió para acuñar el término "bibliomanía" referido a la adquisición descontrolada y compulsiva de libros y manuscritos, de los que llegó a tener la mejor colección de toda Inglaterra. En su torre de Broadway instaló una imprenta, la célebre Middle Hill Press, con el fin de editar las mejores de sus adquisiones. Dentro de estos muros casi oníricos fue impreso por primera vez el Tizón de España, "Typis Medio-montanis in Turre Lativiensi impressus". 



Página de la edición príncipe del Tizón de la Middle Hill Press, 1848. 15 páginas en folio.

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