Escatología conquense





Nadie puede dudar que la Cuenca levítica entre peñascos es una ciudad muy escatológica, en la acepción mística y espiritual de este curioso palabro que tan bien se presta a la ambigüedad ladina y a la ruin malicia. Pero hoy aquí no toca sesión de metafísica, sino que vamos a ocuparnos de la otra escatología conquense, sirviéndonos para ello uno de los elementos más pintorescos de la arquitectura popular de Cuenca, artilugio singular y pasmo de los siglos: el retrete colgado (que no colgante).

Así que, vista la peculiar enjundia del tema a tratar, ruego aquí a cuanta alma sensible lea estas líneas para que recapacite acerca de continuar su lectura o al menos la disponga, o bien para en antes de la canóniga, o bien para después de la siesta.

Se puede comenzar aseverando que el asunto de los orígenes de los excusados suspendidos de la vieja Cuenca anda en opinión desde los años de Maricastaña. Así, Cide Hamete Benengeli (el mismo que le chivó al Manco de Lepanto la historia de cierto desastrado caballero) opinaba que tal alarde sólo podía ser producto de la raza agarena, de por natural limpia, pulcra y aseada, frente a tanto rumí cochambroso. Contra este impío parecer se alzó ipso facto la autoridad de Rui Pérez del Pataco (de los Patacos de toda la vida del barrio de San Andrés) que argumentaba que tal fábrica no podía ser elucubración de la morisma fementida, sino fina invención de cristianos.

Sea como fuere, y sin descartar la existencia en siglos pretéritos de algún antecedente pionero, lo cierto es que en Cuenca el cuarto de las comodidades aéreo data del siglo XIX, y no de sus primeros años precisamente. Vamos a decir que su apogeo fue en torno al año 1890, y ya nos vamos centrando. Antes, en los largos siglos en los que París apestaba y Florencia hedía, los efluvios fragantes que desprendían las calles de Cuenca daban fe de que en esta ciudad, cuando nos lo proponemos, podemos aventajar hasta a las urbes más pujantes y cosmopolitas. Recorriendo la documentación de cinco siglos es muy frecuente encontrar las tópicas alusiones a los típicos lugares comunes: las inmundicias volando desde las ventanas, las pasarelas de tablones, el desparpajo con el que nuestros antepasados se subían la saya y procedían por cualquier rincón... claro que el asunto menor se facilitaba en suma medida con las ergonómicas braguetas de entonces que, para entendernos (no sea que haya cándida infancia leyendo estas líneas) eran las que Tiziano le pintaba al emperador Carlos.

Empero, lo más galano eran los montones, con unas más que respetables dimensiones, que por todas partes se acumulaban, popurrí de todo tipo de desechos que en su fermentación desprendían un olorcillo inefable a la par que eran muestra de un ecológico y sostenible sistema de compostaje urbano que hoy haría las delicias de algún que otro pornoecologista. Cualquier ciudad europea era albañal y muladar, y la vieja Cuenca no iba a la zaga, cosa a la que no poco ayudaban la superpoblación, el hacinamiento y el trazado urbano de la ciudad, a golpe de callejón lúgubre, voladizo y pontido.

Sin olvidarnos, claro, de gremios de honra impoluta pero fétidas actividades, y de las enormes cantidades de ganado ovino, caballar y porcino que convivían en prístina armonía con sus dueños en corrales, patios y hasta alcobas. Se ha denostado mucho de la presencia de cerdos y gallinas en la vieja Cuenca, pero tal consideración es artera y harto injusta, pues los animalicos consumían en ingentes cantidades lo que se iba escurriendo calle abajo, y así mantenían la cota de la vía a la vez que se criaban orondos y lustrosos, para deleite gastronómico de sus dueños. De no haber sido por la eficaz acción de los gorrinos conquenses hubiese sido mucho más frecuente la queja de aquel pobre vecino de la calle de la Higuera, la "calle en pie", que argumentaba que siempre que llovía torrencial aquello se ponía en marcha y le entraba por la puerta y hasta por las ventanas de la planta baja.

Suerte también que la vieja Cuenca tuvo siempre sus Hoces bien a mano, lo que era no poco alivio. Basta con ver hoy en día lo lozano que crece el jardín de la Cuesta de Tarros para hacerse idea de la composición del sustrato. Eso en el Huécar, porque en el Júcar las célebres truchas de Cuenca crecían entre perpetua abundancia, y desde el caz del Batán hasta el Molino de la Noguera se las pescaba para deleitarse con su carne suculenta y jugosa, siempre provista de un je-ne-sais-quoi  que hacía las delicias de los paladares más exigentes. Hay que comprender, a la vista está, que nuestros ancestros eso del asco lo entendían de otra forma. También es cierto que las pituitarias las tenían medio atrofiadas y no eran ni mucho menos tan tiquismiquis como nos hemos vuelto en estos asépticos tiempos de hoy en día. En una sociedad donde la clase acomodada se bañaba para la fiesta mayor, y la popular cuando llovía, la cosa no podía ser de otra manera.

Qué duda cabe que nuestros antepasados hubieron de tener un sistema inmunitario a tutiplén, porque se ponía a prueba con demasiada frecuencia. Las miasmas pululaban por doquier, y entre la peste, el tifus, la disentería y el cólera morbo la cosa era un sinvivir y un nunca acabar que se intentaba enmendar a golpe de triaca y de cofradía de Ánimas. Y así transcurría la cotidiana intrahistoria de nuestros ancestros, entre ratas de buen año y piojos de cuarto de arroba. Y tan rebien.

Pero, odo, tenía que ocurrir. Los tiempos modernos llegaron. París resplandecía y Viena se enorgullecía de su moderno sistema de alcantarillado. Y en Cuenca esta vez nos pilló con el pie cambiado, vaya por Dios. Con un par de honrosas excepciones, la ciudad en 1850 casi podía decir que no sabía lo que era una alcantarilla, y que inventen ellos. Las descripciones de los problemas higiénicos y sanitarios de la Cuenca decimonónica son exactamente las mismas que cuatro siglos antes. El Ayuntamiento, que era consciente del problema, intentó desarrollar a partir de 1870 un sistema de saneamiento que realmente no llegó a vertebrarse hasta los años de 1920 y aun después. El hato porcino seguía metido en casa, y las epidemias golpeaban como martillos a intervalos siniestros. El cólera barrió Cuenca en 1834, 1855 y 1885. En esta última ocasión se llevó 384 vidas, 41 de ellas sólo en un día, en la jornada de horror del 14 de julio. El Día del Acabose, que decía la bisabuela, con todas las campanas de la ciudad doblando a muerto hora tras hora.

Aquello tenía que acabar. Como trabajo ingenieril no podía por estar a la cuarta pregunta, el Consistorio tiró de ordenanzas (legislar es más económico), y la ciudadanía de Cuenca respondió entusiasta y solícita a la llamada de sus munícipes, como hemos hecho siempre. Adiós al bacín ventanero y al castizo orinal. Las casas se dotaron con ese nuevo prodigio inglés: el water closet, provisto de inodoro y de cisterna mural, que si la reina Victoria lo tenía los del barrio del Salvador no iban a ser menos. El problema es que muchas casas de Cuenca no andaban muy sobradas de espacio para hacer sitio a la nueva dependencia, amén del problema de echar bajantes a través de gruesos techos de madera y recios muros de piedra. Eso, y el tema de los olores y filtraciones, porque las tuberías de hierro colado (o incluso de cangilón de barro) no eran una maravilla de estanqueidad precisamente. Sacar el invento fuera parecía la solución más lógica, y el resultado fue el retrete colgado.

Quedan ya pocos excusados saledizos en Cuenca. No sólo los hubo en el Casco Histórico, sino que fueron frecuentes en los arrabales de la incipiente ciudad nueva. Siempre muy humildes de formas, a veces son curiosos ejemplos de construcción popular, fuera de la oficial arquitectura y trazados a ojo de buen cubero. En pocas ocasiones son más que la simple taza, pues lavabo, bañera y bidet ya eran harina de otro costal. Son estructuras huidizas: muchos no son visibles al estar dispuestos en patios interiores y fachadas traseras. Las rehabilitaciones de las viejas casas a veces los han mantenido, a veces los han hecho desaparecer. Otras han respetado el volumen de obra pero privado de su función original (y de las largas tuberías que se descolgaban de ellos y que conferían a las fachadas un aire de callejón napolitano). Es una pena que cada vez sea más difícil disfrutar de uno de estos artilugios, porque créame el lector que es curiosa sensación aprestarse a ello con las posaderas en el vacío. En cierta ocasión en uno de ellos, de apariencia particularmente endeble, me permití (aprovechando la grácil pose) arrearle un buen empentón al piso con entrambos pieses. Aparte de la vibración, que me hizo aferrarme por instinto (obvio al respetable decir a qué) es que creí oír (acaso fue pura sugestión) un levísimo y ominoso crujido. Mira tú que pensé que no era por caerme, vaya que no. Era por caerme así. 




Dos preciosos retretes saledizos de Cuenca, originales y todavía en activo, en el Callejón de San Gil. Esta va siendo la excepción hoy en día.


Retrete escamoteado en casona principal. Sobra comentar que el señor corregidor también...


Retrete en la Casa del Verdugo. Barrio de San Miguel.


Si el canónigo Pozo ve esto le pega un penterre... pero qué singular estructura. Eso sí, esto ya no es retrete, sino habitación de las comodidades. Siempre ha habido clases.


Dos excusados en la trasera de una casona de la calle de San Pedro. Categoría elemental. Se ve que el aparentar solamente se aplicaba a la fachada delantera.


De nuevo en el barrio de San Miguel. La casa ha tenido un buen número de reformas, pero se ha tenido el gusto de mantener el retrete.


En oscuros rincones y ángulos muertos...


Excusados superpuestos compartiendo bajantes. Una comunidad de vecinos bien avenida.


El caso opuesto. Cada planta de su padre y de su madre. Ummm... vecindario a la greña.


Excusados y alardes de fontanería sobre la Bajada de las Ánimas. Barrio de San Miguel.


Junto a las Casas Consistoriales.


Barrio de San Juan. Este ya es de los que requiere sangre fría... 


En San Martín....


...y en San Pedro.


La apoteosis del desagüe. 


Uno de categoría preferente, de nuevo en San Miguel. Alguno de los mejores incluso incorporaba ese diabólico refinamiento que era el bidet. 


Este es el retrete colgado más alto de Cuenca. Noveno piso. No apto para cardiacos.


Retrete sobre la iglesia de Santa Cruz.


El retrete esquivo. Buena parte de los que se conservan no son visibles desde la calle, metidos en patios interiores. Son muy abundantes en la zona baja del Conjunto Histórico.


El retrete modernizado. La casa se derribó y en la reconstrucción se reprodujo la estructura, carente no ya de funcionalidad, sino también de encanto y de gracia. Otra prueba más que cuando se tira para luego reconstruir con obra nueva ya nada queda igual.

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